Si la felicidad tenía un tiempo Aldair pensó que la suya había tocado a su fin tras los cambios sufridos en su esposa con el transcurrir de las semanas. Su Liana alegre y vital se había convertido en unos pocos días en una mujer triste y esquiva, su hermoso rostro mostraba profundas ojeras y apenas si comía o bebía, cosa que estaba haciendo mella en el armonioso cuerpo algo más delgado ahora. Aunque no tenía queja de las noches, pues ella seguía respondiendo a sus besos y caricias con la misma pasión que el primer día, el verla levantarse antes del amanecer y abandonar la estancia sigilosamente le hacían preguntarse si realmente deseaba compartir su cama o lo hacia por obligación. Por eso y porque ella era lo que más le importaba en esta vida había decidido convertir lo que en un principio pensó sería un agradable regalo en una oportunidad, pondría su alma a disposición de la hembra que, cabizbaja y arrebujada en el arisaid que la protegía del frío viento del norte, caminaba a su lado para que decidiera que hacer con ella.
Si la locura tenía un nombre ese era Aldair, decidió Liana cuando una ráfaga helada le caló hasta los huesos cuarteándole la piel de la cara. Sólo a él se le ocurría despertarla en medio de la noche, obligarla a vestirse y seguirlo campo a través en pleno invierno, claro que últimamente no era el mismo. Lo había sorprendido en más de una ocasión contemplándola ceñudo, otras como si se arrepintiera de haberse casado con ella y aunque sus temores desaparecían en las noches cuando bajo las pieles daban rienda suelta a su deseo, era durante las horas de luz cuando su corazón se preguntaba si realmente la amaba o si quizá pasada la novedad del matrimonio se había convertido en una tediosa carga para él, quería averiguarlo pero el miedo a la respuesta la había detenido en más de una ocasión. Exhaló profundamente haciendo que volutas de vaho salieran de su boca y aligerando el paso continuó caminando a su lado.
Tras rodear el prado y atravesar el bosque, que parecía encantado a esas horas, el claro apareció ante ellos. La tenue luz de la luna —ajena a los oscuros pensamientos que los atenazaban a ambos— teñía de plata el sitio. Liana contempló el lugar que reconoció al instante, allí había aparecido sola y asustada cuando dejó su época, ahí llamó con desesperación a Aldair cuando una manada de lobos la rodeó, justo en ese emplazamiento empezó su nueva etapa. Alzó la vista hacia su esposo que la miraba entrecerrando los ojos.
—¿Qué hacemos aquí?
No obtuvo réplica. Dio un paso atrás cuando lo vio tomar la daga de su cintura y al enfilarla hacia ella la hoja resplandeció bajo la argenta luz. Se le encogió el estómago al ver como le asía la muñeca, la terrorífica idea de que la iba a matar se le cruzó, como si un potente rayo se tratara, por la mente dejándola adolorida. Tembló cuando haciendo presión la obligó a abrir el puño, sin dejar de estudiarla deslizó el cuchillo por la palma haciendo brotar la sangre, un grito mitad dolor mitad espanto manó de su garganta. La fuerte mano de Aldair se unió a la suya evitando que cayera cuando las rodillas le flaquearon, percibió el contacto del duro pecho sobre el suyo a la vez que un velo rojo cubría su visión, tras ello la nada se la tragó envolviéndola en una tenebrosa oscuridad.
Unos suaves golpes en las mejillas la hicieron reaccionar, lentamente fue alzando los párpados que le pesaban como el plomo, por un momento la claridad la cegó, el cielo era ahora de un gris plomizo que amenazaba lluvia, giró el cuello para encontrarse con la cara desencajada y pálida de su marido. Una leve punzada en la mano al posarla en el suelo le trajo el recuerdo de lo que había hecho, quiso levantarse y encararlo, demandarle el por qué la había herido cuando el lejano sonido de un motor la paró en seco, apartando la vista de Aldair escudriñó el paisaje, viejas y musgosas lápidas los rodeaban, como un resorte se incorporó quedando sentada, no podía ser, era imposible aquel lugar..., ¡oh Dios Santo estaban en el cementerio de Calton Hill!
—Esto es...
—Sí —interrumpió él ayudándola a ponerse en pie—, Edimburgo, vuestro Edimburgo.
—Pero ¿por qué?
—No hagáis preguntas, aún no —respondió tratando de sonreír al ver como se le iluminaba el rostro—, vamos este día es para vos, disfrutémoslo.
Con el corazón saltándole de júbilo en el pecho se abrazó a Aldair, que le devolvió la caricia antes de enlazar sus dedos y emprender el descenso hacia el centro de la ciudad. Una vez en Princess Street el matutino bullicio los envolvió al mezclarse entre la gente, trabajadores que se apresuraban para no llegar tarde, turistas madrugadores cámara en mano, jóvenes estudiantes, gaiteros que buscaban un lugar apropiado para hacer sonar su instrumento a cambio de una monedas, los jardines presididos por el ennegrecido St. Andrews, y en cuyos bancos a pesar del frío paisanos y extraños iban tomando posiciones bajo la sombra del impresionante castillo. Sí, todo seguía maravillosamente igual.
Sin dejar de hablar y sin percatarse de la extraña congoja que se iba apoderando de Aldair, cruzaron el puente de Waverly hacia las entrañas del casco antiguo, en Market St. la nariz se le llenó de los aromas que salían de los numerosos cafés, la boca se le secó deseando paladear la deliciosa bebida y las tripas le resonaron clamando por alimento, fue entonces cuando se dio cuenta que no tenían dinero con el que calmar su apetito, pero eso no la desanimó.
—¿Tienes hambre? —un contrito guerrero asintió—. Ven, sígueme.
Casi a la carrera, lo guió por Cockburn Street hacia la Royal Mile, una vez en la transitada calle le indicó un viejo edificio que entonaba perfectamente con el resto de las antiquísimas construcciones. Cuando llegaron a sus aledaños Aldair se percató que seguía utilizándose para lo que fue erigida, como la casa del Señor.
Ya en su interior un anciano de aspecto amable y sonrisa fácil se acercó a ellos invitándolos no sólo a visitar la capilla anglicana, sino que los condujo hacia una mesita donde una tetera y una humeante jarra de café los esperaban acompañados de una bandeja de apetitosas galletas recién hechas. Tras servirse una buena taza del oscuro y oloroso líquido y hacerse con unas cuantas pastas que sin disimulo devoraron con avidez, pasearon por la formidable y bien conservada capilla de altos techos y lámparas con velas. Al salir, gracias al encanto de Liana y sus alabanzas hacia la cocinera, llevaban el estómago caliente y una bolsita repleta de las exquisitas galletas que le servirían de avituallamiento para el resto del día.
Desde allí recorrieron los pocos metros que los separaban de la fortaleza, una vez en su explanada contemplaron el majestuoso edificio que escondía en su interior gran parte de la historia de su país y las joyas que eran el orgullo e insignias de Escocia.
Bajaron por la Milla de Oro deteniéndose frente a los escaparates de las centenares de tiendas que vomitaban turistas de su interior, rieron ante los disparatados y chabacanos artículos que algunas exponían en sus vitrinas. Aldair gruñó y tiró de ella cuando se embelesó observando unos vasos que mostraban a un hombre ataviado con kilt mostrando su trasero y que parecían gustarle mucho a su mujer. Casi volvió a olvidarse de la tristeza que guardaba dentro, cuando ella se pegó a él y dándole una nalgada le musitó <<ninguno como este>>.
Al llegar a North Bridge una arcada la hizo correr hacia un callejón, donde vomitó todo lo que había ingerido. Con el regusto amargo en su paladar, se limpió con el dorso de la mano y se giró encontrándose de bruces con Aldair que silenciosamente se había acercado y que la observaba frunciendo el ceño.
—¿Qué os sucede? ¿Estáis enferma? —preguntó con la preocupación reflejada en la voz.
—No, estoy perfectamente —respondió con calma—, deben ser los nervios y la emoción por estar de nuevo en mi tierra, es tan maravilloso volver a estar cerca de todo lo que conozco.
—Me alegro por vos —un toque de aflicción tiñó sus palabras, ¿cuánto hacía que no la había visto ilusionarse de aquel modo?—. Continuemos, el tiempo pasa distinto para nosotros y apenas quedan unas horas, ¿dónde os gustaría ir ahora?
—A tantos sitios —contestó con determinación—, me gustaría estar con mis amigos, con mi gente, dormir en mi cama, tocar mis cosas...
Aldair estudió cada rasgo que surgía en la cara de Liana al enumerarle sus deseos, gozó al verla feliz aunque cada vocablo se le iba clavando uno a uno en el alma.
—Vayamos a mi casa —exclamó de repente sacándolo de sus cavilaciones—, está muy cerca.
Unas calles más allá apareció el objeto de su anhelo, una mole de fachada labrada y cuyas ventanas asemejaban vigilantes ojos que parecían otearlos en un amenazante silencio. Liana alzó la cabeza hacia la que fue su vivienda, todo parecía igual y sin embargo todo era distinto. Se estremeció cuando la masculina palma se posó en su espalda.
—¿Queréis subir?
Iba a decirle que sí cuando la figura de un hombre la paró en seco, por el portón de entrada acababa de aparecer Carlos, iba acompañado de una joven rubia de aspecto tímido a la que sonreía embobado, parecía que por fin se había enamorado. Estaba tal y como lo recordaba, atlético, atractivo y elegante como siempre con el cabello oscuro recién peinado y su traje a medida. Al verle tomar su dirección, instintivamente dio un paso atrás para evitar ser descubierta, suspiró más por alivio que por otra cosa ignorando como ese simple gesto sin importancia hacía que el corazón del hombre que tenía detrás crujiera de pena.
—¿Por qué no habéis hablado con él? —interrogó Aldair tan pronto la pareja desapareció por la esquina.
—No, es mejor así —susurró ahogando un sollozo—, tendría que explicarle tantas cosas que no lograría entender.
—Subamos —indicó obviando el gemido que acababa de escuchar.
—No —contestó echando a andar para que no viera las lágrimas que inundaban sus ojos—, es mejor que no, hay tantos recuerdos ahí arriba—, apenas dio unos pasos para detenerse de nuevo—. Oh Dios mío, no puede ser.
Aldair, que permanecía clavado en el sitio con la vista fija en la espalda de Liana, miró más allá de ella , no sabía que podía ser lo que la exaltaba de aquel modo, pero fuera lo que fuera no podría causarle más pesar de lo que ya sentía, ahora lo tenía todo claro, Liana echaba de menos todo aquello y la nostalgia la estaba consumiendo, quizá por nobleza o por lástima no era capaz de decírselo, tal vez se olvidó que tiempo atrás, llevado por unos celos que los habían roído a ambos, le confesó —sobrecogido por si accedía a ello— que podía traerla de regreso. Nunca más le insistió ni le habló de Edimburgo y él…, apretó los párpados con fuerza, para volver a elevarlos ante los grititos de la mujer que como una niña pequeña ante un juguete daba saltitos alrededor de un automóvil. Arrastrando los pies se acercó.
—Ohhh, eres tú —pasó la mano por la pulida chapa—, mi guerrero plateado, pensé que jamás volvería a verte, estás igual que cuando te dejé. Te he echado tanto de menos. Carlos te ha cuidado bien ¿verdad que sí chiquitín?—, se giró hacia su marido—. ¿Te acuerdas de él? Es mi coche.
Asintió decaído al comprobar como otra cosa más se añadía a la lista que la separaba de él.
Las horas pasaron como si fueran minutos y sin darse cuenta se vieron sumergidos en el atardecer que cubría el plomizo cielo escocés. Liana era consciente que su tiempo en su adorada cuidad estaba a punto de agotarse. Miró a Aldair, que sumido en sus pensamientos caminaba a su lado. Quería abrazarlo, decirle cuando le agradecía el regalo tan magnífico que le había hecho y que atesoraría para siempre en su interior como uno de sus bienes más preciados, así que ¿por qué no hacerlo?
—Muchas gracias —musitó emocionada enlazándose en su cintura—. Me has hecho muy feliz.
—Lo que sea por llevar la alegría a vuestra mirada —corroboró acercándola más a él.
—Sin embargo la tuya está muy apagada ¿a qué se debe?
—No importa —respondió observándola de soslayo—, continuemos.
Liana guardó silencio, pero a su regreso no pararía hasta sonsacarle la verdad. <<El tigre caerá bajo el poder de la gatita>> pensó aguantándose las ganas de ronronear.
Ya era de noche cuando arribaron a Calton Hill, la iluminación tan profusa en las calles cercanas desaparecía allí donde la oscuridad tomaba posesión por completo, pero a pesar de que las nubes ocultaban a la luna tras su denso manto, evitando que el argentado brillo los guiara entre las lápidas, con la mano aprisionada entre el férreo puño la llevó con decisión hasta la marmórea punta.
Habían llegado a la base cuando le pidió que la dejara recuperar el aliento, el mareo que sentía se agravó tras subir las empinadas cuestas. Cuando la soltó se volteó una vez más hacia la urbe, el paisaje a aquellas horas nada tenía que ver con el del alborear, la iluminación azulada y amarillenta le daba un aspecto casi mágico a los monumentos, las estelas rojizas de los faros de los coches se perdían por las ahora tranquilas avenidas y plazas, fijó la vista en el Castillo que como un coloso se alzaba guardando la villa que se iba durmiendo poco a poco. Con una última ojeada se despidió mentalmente de su amado Edimburgo, tal vez nunca volviera a verlo, aunque realmente tampoco le importaba demasiado. Tomando aire para controlar la emoción que le atenazaba la garganta se giró hacia Aldair que la contemplaba en silencio, frunció el ceño al ver la expresión de su rostro, había tanto pesar en aquellos verdes orbes.
Aldair ya no tenía ninguna duda, se arrepentía de haberla llevado a ese viaje, pero al mismo tiempo le aliviaba saber que en sus manos estaba que la mujer que amaba y amaría siempre fuera dichosa. Atando en su interior todo la angustia y la amargura que lo llenaba decidió que era hora de hablar.
—Venid sentaos un momento —indicó una de las cercanas tumbas—, debemos conversar.
Ella obedeció su orden un tanto confusa.
—Aldair, ¿qué ocurre? —interrogó percibiendo que algo iba mal al percatarse de su gesto adusto.
—He decidido que regresaré solo —dictaminó dirigiéndose a la nada—, es mejor que os quedéis aquí.
—¿Cómo has dicho? —se incorporó como un resorte.
—Es lo mejor para ambos —respondió mintiéndose a si mismo, quizá lo fuera para ella mas para él sería su sentencia de muerte.
—Por eso me has traído aquí —manifestó desgarrada por dentro—, para abandonarme—, pestañeando nerviosamente tratando inútilmente de mantener el llanto a raya lo encaró—, te cansaste de mi ¿no es eso?, ya no me amas.
—No Dios mío claro que no —apresó sus hombros con fuerza—, os amo más que a mi vida, más que a todo…, —se le quebró la voz al verla llorar—, pero parecéis tan desdichada a mi lado.
—Aldair.
—Hoy al veros aquí tan alegre, con el color salpicando vuestras mejillas, el volver a oír el sonido de vuestra risa me hizo darme cuenta —arrastró con el pulgar la gota que resbalaba por el pómulo—, vuestra felicidad es lo único que me importa y si he de renunciar a vos para que seáis dichosa lo haré aunque me cueste la misma vida.
—Ya soy feliz contigo —afirmó aferrándose a él que mantuvo los brazos laxos—, tienes que entenderme y ponerte en mi posición, no soñé con volver a ver todo esto, pasear por el lugar que me vio crecer.
—No es necesario que mintáis, maise —tras unos segundos de silencio continuó—, aquí hay cosas a las que estáis acostumbradas y yo jamás podré brindaros.
—No te miento —hipó clavándole las uñas en los omoplatos—, por lo que más quieras créeme, no concibo mi existencia sin ti, llévame contigo o mátame, pero no me dejes.
—Jamás os haría daño ni con el pensamiento —con lentitud alzó los brazos rodeándola con ellos—, pero mi señora prefiero dejaros aquí y que con el tiempo me olvidéis que veros enfermar y morir de nostalgia a mi lado.
—¿De qué estás hablando?
—No soporto continuar viendo como os vais apagando como una tea lentamente, como vuestro hermoso rostro se torna pálido —poco a poco fue exponiendo todos sus miedos—, me ha consumido el veros forzar una sonrisa, la impotencia hacía presa en mí cuando abandonabais el lecho furtivamente…
—¿Por qué no dijiste nada? —interrogó alzando la testa—. ¿Por qué te guardaste todo ese dolor para ti?
—¿Qué me hubieseis dicho entonces?
—La verdad —afirmó deslizando las yemas de los dedos por el áspero mentón que iba necesitando un rasurado—, no me estoy deprimiendo amor mío, de hecho me siento más plena que nunca. No abandonaba nuestra cama por desidia, al contrario es un sitio que me gusta mucho sobre todo si tú estás en ella, pero hay cosas que prefiero hacer a solas—, posó una yema sobre los plenos labios para que no la interrumpiera—, no es de buen gusto para nadie ver a otra persona echar la primera papilla—, rió al ver el gesto atónito de su marido—. No estoy enferma grádh estoy embarazada.
Debía irse pero se resistía a hacerlo, no con ella suplicante, no sin tenerla un poco más pegada a su cuerpo. Con los ojos apretados y el corazón saltándose los latidos escuchaba sus peticiones y sollozos, ahora le dolía y durante un tiempo quizá siguiera haciéndolo pero con el paso de los días, de las semanas lo olvidaría, volvería a su rutina y él se convertiría primero en un recuerdo y más tarde en nada. Aún sabiendo eso, deseaba sentir sus caricias un poco más, escuchar su dulce voz y aferrarse a ella los pocos minutos que aún le quedaban. Las últimas palabras le hicieron tensarse.
—Em… —notó como se le aflojaban las rodillas—. ¿Cómo es posible?
—Es lo normal cuando una mujer y un hombre…
—Pe... pero... vos —tartamudeó de la emoción—, esas... hierbas.
—Nunca las tomé —le aclaró rozándole el mentón con los nudillos—, y hace bastante que se me acabaron las píldoras.
—¿Cuándo? —acarició con timidez el vientre aún plano.
—En verano —confirmó buscando sus ojos, parpadeó al verlos llenos de humedad y algo que no supo definir pero la asustó—. Aldair ¿no lo deseas?
—Por Cernunnos mujer, ¿cómo podéis pensar algo así? —preguntó dejando rodar las lágrimas al tiempo que se levantaba obligándola a hacer lo mismo—, aún no ha nacido y ya lo amo—, agarrándola de las nalgas la pegó a él y la elevó hasta que su boca quedó a la altura de la suya, sonrió cuando ella se aferró a sus hombros y tras rozar levemente los adorados labios comenzó a girar riendo como un desquiciado—. ¡Un hijo, nuestro hijo!
—Estás loco —chilló plagando de risas el solemne lugar.
—Por Vos mo grádh y por mi heredero.
—Nosotros también te amamos a ti —aseveró mientras la bajaba poco a poco y se abrazaba a él—, te adoro mi tonto Highlander, eres todo lo que siempre soñé tener y no esperé 27 años para que ahora quieras deshacerte de mi porque vomité un par de veces.
—Siempre quise haceros este regalo, estas son vuestras raíces, aunque no pude hacerlo hasta el día de hoy en que el Solsticio de Invierno está teniendo lugar —confesó sobre su cabello—, deseaba que tuvierais la oportunidad de ver otra vez este sitio tal como lo conocéis y que tan poco se parece a Ceann—uidhe. Sé que habéis sacrificado mucho por estar a mi lado, pero…
—Continúa por favor.
—Por los dioses, he pasado un infierno pensando que ya no me amabais —reconoció entre dientes.
—Lamento haber sido tan estúpida y haberte preocupado sin motivo.
—Hoy cuando os vi tan dichosa pensé que estaríais mejor sin mí.
—En ningún sitio estaré mejor que contigo, nene —se mordió el labio con rabia, cuánto sufrimiento había padecido su fornido escocés—, no te cambiaria por nada del mundo—, izó la vista, había tanto amor en los aceitunados orbes de su guerrero que supo que duraría eternamente—. ¿Aún no te has dado cuenta que mi hogar eres tú?
Fue incapaz de contestarle, no porque no quisiera hacerlo sino porque las palabras no lograban atravesar el nudo formado en su garganta. Continuó en silencio cuando ella lo guió hasta el obelisco, asió su daga y sin vacilar se cortó la palma antes de tenderle el arma mientras descansaba la otra sobre el vientre donde crecía su primer vástago.
—Tu hijo y yo estamos deseando regresar —musitó mostrándole la herida abierta—, llévanos a casa Aldair.
Sin necesitar más aliciente hizo lo que le pedía, sacó el medallón del sporran y acarició el pulido rubí. El amor lo había impulsado a enterrarla hasta el fin de los días y el mismo amor le instó a arañar la tierra sagrada para recuperarla, aún sabiendo que con su acto pudiera perder a la mujer que tanto amaba. Recordó como su mente y su corazón se abrumaron al tener que volver a cometer sacrilegio. Había pedido un sincero perdón al druida antes de retirarla de los huesudos puños, pero necesitaba la joya para la misión que debía llevar a cabo. Por fortuna los dioses habían estado de su lado, mas aunque el resultado hubiese sido nefasto para su alma, no dudaría en repetir la acción mil veces con tal de ver a su esposa feliz.
Pronunciando la antigua cantinela cortó su callosa mano y la unió a la de su sonriente mujer envolviendo con ellas la templada gema. Cuando el velo comenzó a arroparlos con su carmesí fulgor abrazándolos por el bucle de los tiempos buscó sus labios y la devoró en un ardiente beso que los hizo temblar de pasión.
Llegarían tiempos revueltos, años de guerras y desolación, pero saberse poseedor del amor de Liana lo hacia sentirse invencible. Algún día Morrigan batiría sus negras alas sobre él arrancándole de este mundo, mas hasta el instante mismo en que tuviera que doblegar la cabeza para rendir cuentas ante Donn, trataría de ser un buen guía para su pueblo, un buen padre para sus hijos pero sin duda su único afán sería hacer dichosa al preciado tesoro que con el que Ainé lo había bendecido. Su Liana. El sueño de mujer que lo conquistó devolviéndolo a la vida.
Fin