domingo, 27 de febrero de 2011

COINCIDENCIAS ASOMBROSAS VII



LA MALDICIÓN DEL COCHE DE JAMES DEAN

En septiembre de 1955, James Dean murió en un terrible accidente conduciendo su Porsche deportivo y se tacha como algo de muy mala suerte.
Cuando el auto fue remolcado y llevado a un taller, el motor se deslizó y cayó sobre un mecánico destrozándole las piernas.
Más tarde dicho motor fue comprado por un médico, que lo colocó en su coche de carreras y al poco tiempo murió en una competición, encima otro de los corredores que también fallece ahí, tenía el eje de transmisión del Porsche.
Una vez reparado el deportivo de Dean, el taller en el que estaba se incendió.
Después el auto fue mostrado en Sacramento, pero se cayó de su montura y rompió la cadera de un adolescente.
En Oregon, el trailer en donde estaba montado el coche se resbaló de su barra de remolque y se estrelló contra una tienda
Finalmente en 1959, el auto misteriosamente se rompió en 11 trozos mientras se encontraba en soportes para cambiar las llantas.

Definitivamente el día que me compre un coche y tenga que cambiarle algo, exigiré que las piezas sean de fábrica, por si las moscas.






NAPOLEÓN Y HITLER

Napoleón nació en 1769. Hitler en 1889. Diferencia: 129 años.
Napoleón tomó el poder en 1804. Hitler en 1933. Diferencia: 129 años.
Napoleón entró en Viena en 1809. Hitler en 1938. Diferencia: 129 años.
Napoleón entró en Rusia en 1812. Hitler en 1941. Diferencia: 129 años.
Napoleón perdió la guerra en 1815. Hitler en 1945. Diferencia: 129 años.

Dios los cría y el 129 los junta, ¡maldito número!

SABROSOS CONCURSOS

El mundo bloggero está plagado de variados e interesantes concursos y en este caso nosotras nos hemos apuntado a cuatro que no tienen desperdicio ninguno.


Es internacional y dura hasta el 3 de marzo.


Es nacional y termina el 19 de marzo.


Es nacional y finaliza el 24 de marzo.



Es internacional y dura hasta el 31 de marzo.

martes, 22 de febrero de 2011

EL ROSTRO DE LA INOCENCIA (Relato para el concurso El Bien y El Mal, de Irene Comendador)

Como ya anunciamos hace unas semanas, con la entrada correspondiente, nuestra querida amiga Irene Comendador organizó un concurso en su blog bajo el tema: El bien y el mal.
Las SokAly no podíamos dejar de apoyar tan buena iniciativa así que nos apuntamos y nos comprometimos a enviarle una historia corta, aunque por falta de tiempo casi estuvimos al límite de no conseguirlo, nos obligamos a arañar minutos al día para cumplir nuestra palabra. Hoy, que es el día en que nuestro relato ve la luz en el blog de Irene, queremos compartirlo con todos vosotr@s en nuestro espacio. Esperamos que os guste.




Las risas y las voces de los infantes flotaban en su cabeza como 
el vapor de un buen whisky, eran como una droga que lo llamaban y a la vez una maldición que lo obligaban a mantener la vista fija en los correteantes cuerpecitos.


Pertrechado tras la protección del grueso tronco, buscó entre los niños hasta encontrar al objeto de su deseo, tragó sonoramente antes de humedecerse los resecos labios. Era tan hermosa. Le recordaba a las delicadas amapolas, con el precioso rostro sonrojado por sus juegos; pequeña y frágil, como si la más leve brisa fuese a desperdigar sus hojas al viento. Los dedos le picaron deseosos de enredarse en la rubia y rizada melena, tuvo que cerrarlos en un apretado puño para evitar la tentación de echar a andar hacia ella y comprobar su suavidad. Sonrió cuando las fresas de su boca se curvaron hacia arriba y gruñó de pesar cuando acompañada de otra amiguita dejó los pasatiempos y dando saltitos se perdió en el interior del colegio.

Relajó los tensos hombros haciéndolos rotar debajo del abrigo de cuero y mutó el gesto cuando los huesos de las cervicales crujieron ante el movimiento. Apoyó la ancha espalda contra el árbol y miró el reloj, aún quedaban unas horas para que sonara la campana que libraría a la niña de la prisión de la escuela y la acercaría para siempre a él. Después de semanas de vigilancia, en las que el mundo había girado exclusivamente a su alrededor, sabía que ese sería el día propicio, nadie vendría a buscarla. Por un instante le enfureció el que dejasen a la pequeña de tan sólo 8 años regresase sola al hogar, pero cuando el corazón le rebotó dentro del amplio pecho sabiendo que gracias a eso sus manos tocarían pronto a su dulce Rebeca, la enajenación desapareció dejando paso a la satisfacción, sonrió ladinamente agradeciendo tamaña negligencia.

Pateó impaciente el suelo aplastando aun más la tierra bajo las grandes botas. Después de todo este tiempo en el que sólo había espiado, era justo ahora que la impaciencia hacia gala. Maldita inoportuna. Incapaz de quedarse parado, salió de su escondite y paseó de un lado a otro, dejando caer rápidas miradas cada vez que pasaba frente a la puerta.
Volvió a la sombra de su refugio cuando los primeros padres fueron llegando para recoger a sus retoños y palpó con las yemas la áspera corteza a la espera del ansiado timbre, sin despender la vista de todas las personas que iban apareciendo en el lugar a la espera de abrazar a sus seres queridos. Su Rebeca también sería abrazada y no estaría sola, le tendría a él.

 El estridente sonido fue música celestial para sus oídos y el contemplar como poco a poco todos iban despareciendo sin que ella saliese al exterior, fue como la mejor de las películas. El gran momento se acercaba y los nervios en su estómago se lo confirmaron. Minutos más tarde, arrastrando la mochila, la vio aparecer, mirando a un lado a otro con su inocente carita se encaminó hacia la derecha dándole la espalda. Otorgándole unos segundos de ventaja, se encaminó tras su presa, sí, así era como se sentía, como un hambriento y sigiloso felino, deseoso de calmar su apetito. Sabía que sería castigado, que su conciencia le perseguiría hasta el final de los días, pero era algo que debía hacer pues su alma se lo exigía.
Se embelesó con el rítmico andar y el bamboleo de los gráciles brazos.
 Aligero el paso al verla doblar la esquina para cruzar la solitaria calle que venía a continuación, allí tendría la oportunidad perfecta de abordarla. Con el corazón bombeando por el temor a perderla torció tan rápido que casi se la lleva por delante. La niña se había parado a atarse uno de los cordones de los feos zapatos del uniforme.

—Perdona pequeña, ¿te hice daño? —preguntó tomándola por los hombros, mientras la adrenalina le recorría las venas al tenerla tan cerca.
—No, no señor —respondió dando un paso atrás con la vista clavada en el enorme desconocido.
 —Me alegro —frunció el ceño al percibir su miedo—. No tienes nada que temer de mí.
—No estoy asustada —murmuró con voz temblorosa.
—Así me gusta, una chica valiente.
—Eso dice mi mamá
—Y tiene mucha razón. Me llamo Barack —dijo alargando la mano hacia ella.

 Observó con deleite como se mordía el labio inferior pensando que hacer y cuando correspondió a su saludo indicándole su apelativo, se contuvo para no saltar preso de la alegría al rozar por primera vez su suave piel.

—Tienes un bonito nombre, como tú.
—Gracias —musitó avergonzada con la vista baja—. Tengo que irme, me esperan.
—Antes debemos hablar. Seguro que tienes sed ¿te gustan los refrescos?
—Sí.
—Bien, iremos a mi casa, está muy cerca.
—No puedo ir, mamá siempre me dice que no vaya con extraños.
—Y una vez más ella tiene razón, sólo que tú y yo ya no somos unos desconocidos, sabemos como nos llamamos.

Volvió a morderse el delicado labio sopesando sus palabras. Un inquietante brillo titiló en los azulados iris cuando los afianzó en los de él.

—De acuerdo.

Rebeca siguió al hombre alto vestido de negro y que le hablaba en un tono alegre. Desde que había estado jugando en el recreo sintió una sensación extraña, como cuando comías algo que te sentaba mal y te daba vueltas en el estomago, esta continuó al salir del colegio.
Cuando Barack chocó contra ella y le habló, la tranquilidad la invadió, sin embargo no supo que hacer ante su ofrecimiento y el escalofrío que la recorrió. Alzando la barbilla decidió acceder, porque nada malo podía pasarle. Parecía simpático y agradable y el que su cara no tuviese ninguno de esos molestos pelos que le salían a los hombres le gustó, además nunca había visto unos ojos grises y los suyos eran chulos, encima tenía un cabello oscuro, largo y brillante, no como el suyo y el de su madre que se parecía a un estropajo muy usado. Quizá podrían ser amigos y compartir los secretos que debió compartir con su papá. Barack se volvió un poco y le sonrió, le devolvió el gesto asiendo con decisión su mano. Sí, él la comprendería.

La mandíbula se le cayó al introducir el pie dentro de esa enorme y elegante vivienda, era como estar dentro uno de esos aburridos cuentos en el que el amor siempre gana y ellos terminan cansándose y además olía raro, como a las flores que su vecina —la insoportable señora Thompson— solía plantar en su jardín y que tanto detestaba. Pero le gustaba el contraste que hacía con su imagen, él tan lóbrego y su hogar tan claro, con las paredes pintadas de un blanco puro y los altos techos de un celeste que recordaban al cielo en un despejado día. Sin dejar de mirarlo todo lo siguió a una pequeña habitación donde sólo había dos sillas y una larga mesa de color oscuro, los muros níveos estaban desnudos de cualquier adorno.

—Espera aquí —la voz grave la hizo dar un respingo—, voy a por tu refresco.

Cuando Barack salió, dejó la mochila en el suelo, la abrió y rebuscó dentro, una vez encontró el cuaderno y el lápiz se sentó en una de las sillas a garabatear. Quizá no fuese una buena dibujante como tantas veces le insinuó su profesora frunciendo la nariz, sin embargo era entretenido. El ruido de la puerta al abrirse hizo que volteara la libreta. Su pintura, por ahora, era sola suya, ya tendría tiempo de verla. Cogió la botella que le tendió y sin desclavar la vista de la extraña mirada con que la vigilaba, la llevó rauda a los labios y bebió con avidez, saboreando el burbujeante líquido que tenía prohibido. Se atragantó y soltó el envase que se estrelló rompiéndose en mil pedazos cuando tras quitarse el abrigo de piel, se dio la vuelta. Barack tenía "eso " prohibido a ambos lados de la espalda. Aunque no podía causarle mal alguno tenía que huir. Se incorporó volcando el asiento y corrió hacia la salida.

Solo le faltaban unos centímetros para llegar a la puerta, estiró la mano hacia ella arañando la libertad cuando su frágil muñeca quedó presa de un férreo puño.

—Sabes que no puedes marcharte ¿verdad Rebeca?
—¡Déjame! —chilló contorsionándose para intentar librarse del agarre.
—No puedo, debo cumplir con mi cometido —indicó llevándola hacia la mesa.
—No, por favor ¡mamaaaá!
—Deja de fingir conmigo —espetó tirando de ella—, muéstrame tu rostro Rebeca—la sentó encima de la mesa— el verdadero.

 Como si esas fueran las palabras mágicas la niña dejó de luchar, mientras sus retinas se volvían de un rojo intenso destellando con tal fuego que si hubiese sido un simple mortal ahora yacería a sus pies convertido en un montón de cenizas.

—Muéstrame tu el tuyo puto ángel —gruño con un tono que más bien parecía salido de ultratumba—. Necio ¿acaso crees que me podrás mantener encerrada mucho tiempo?

Barack desplegó sus alas, el nevado plumaje brilló en todo su esplendor bajo los rayos que se filtraban por la ventana.

—Sabes que mi propósito no es ese —dijo tumbándola y posicionando la mitad de su cuerpo encima del suyo para que no se escapara—, mi función es exterminar la maldad, no retenerla.
—Tu no puedes matarme, estúpido —rió el monstruo que se debatía entre sus piernas—, sólo la sangre puede acabar con la sangre.

Las palabras le lanzaron como si fuera una ventosa tormenta al pasado, al mismo instante en que se dejó llevar por la pasión cayendo en la tentación por primera vez desde que existía. Brenda. Cerró los párpados y se dejó arrastrar por la vorágine de los húmedos besos lacerando la piel de su cuello. Percibió el escalofrío recorriendo su columna y cuando la abrasadora boca se lanzó a por la suya, la abrió permitiendo la entrada de la traviesa lengua que le hizo perder la razón. Los latidos de su corazón se desbocaron y la sangre corrió por sus venas en una galopada sin fin. Todo desapareció excepto los entrecortados jadeos que exhalaban con cada ardiente toque, el roce de los sudorosos cuerpos y el oleaje que se apoderaba de él con ondas cada vez más intensas. Enredado entre las suaves curvas y de mano de aquella hermosa mujer había sucumbido y conocido el placer. Y ahora allí mirándolo con los infernales orbes desencajados yacía el fruto de su debilidad, el engendro de su pecado.
Con decisión, sacó del bolsillo trasero de su pantalón unas cintas y se dispuso a atar los finos miembros del demonio que se retorcía tratando de escapar, el nombre de Satanás brotó entre sus labios cuando los punzantes dientes se clavaron en el hombro y de su carne fluyó un riachuelo del escarlata flujo. Haciendo caso omiso del dolor, deslizó las ataduras por sus muñecas y la sujetó firmemente a las patas del mueble, una vez las manos estuvieron inmóviles bajó e hizo lo mismo con las piernas. Se incorporó pausadamente y contempló el producto de su desliz con la pérfida Szepasszony. Por fuera era tan hermosa que su alma lloró apenada sabedora de que por dentro era un ser putrefacto.

Rebeca volvió los ojos, de nuevo azules y de mirada inocente, suplicando. Sin pretenderlo dio un paso hacia ella y acarició las suaves mejillas con los nudillos, mientras el corazón le sangraba de dolor por lo que debía hacer. A pesar de todo, del abominable ser en que en pocas jornadas se convertiría si la dejaba vivir, la amaba.

—Libérame —musitó con el tono más dulce que jamás había escuchado—, no puedes lastimarme, pero yo si puedo hacerte poderoso, únete a mi y te haré príncipe de mi reino.
—Soy feliz siendo un mendigo —murmuró sincero.
— ¡Maldito seas! —gruñó lanzando un escupitajo que le alcanzó de lleno—, cabrón, disfrutaré arrancándote las tripas con mis propias manos y echándolas a los perros —carcajeó enloquecida mientras un azufrado hedor tomaba posesión de la estancia—, tus órganos me servirán de alimento.

 Limpiándose con el dorso el pestilente salivazo se giró encaminándose hacia su gabán, con calma sacó la daga del bolsillo y acarició la dentada hoja lentamente antes de voltearse y regresar de nuevo a su lado. Levantó el resplandeciente puñal mientras susurraba un suave cántico con los ojos cerrados.

—¿Piensas que me harás daño con ese palillo? ¡No tienes poder alguno!

Elevó los pesados párpados y fijó los clareados orbes sobre su hija, una única lágrima descendió por su pómulo abrasándole la piel mientras con fuerza descargaba el acero sobre el tierno pecho.

—Tengo el poder que me otorga el ser tu padre —bramó mientras la calida sangre bañaba su mano—. Yo Barack hijo de Ansel, te maldigo a ti carne de mi carne y te ordeno que regreses al mundo de tinieblas al que perteneces.

Un poderoso haz de luz rezumó a través de la lacerante herida obligándole a apartar la vista. Su mirada recayó sobre un pequeño cuaderno. Sollozante se agachó y su alma se partió en mil pedazos al visionar lo que en él se perfilaba. Sobre un fondo en blanco había dos figuras, una vestida de negro y otra baja y debajo de cada una de ellas unas palabras, Barack y yo. Si soltar el boceto fue hacia el cadáver de su pequeña, con los ojos cuajados de humedad soltó las amarras y la estrechó contra él cubriéndolos a ambos con sus alas, mientras entonaba una conocida nana. Aunque era su deber, luchar contra el mal y vencerlo, no podía evitar que el dolor le desgarrase. El bien debía prevalecer sobre el maligno aunque este se presentara con el rostro de un querubín y la inocencia de un niño.

FIN

domingo, 20 de febrero de 2011

COINCIDENCIAS ASOMBROSAS VI


DE GEMELOS VA LA COSA

Los hermanos gemelos Jim Lewis y Jim Springer fueron separados al nacer y terminaron en distintos hogares de adopción.
Sin saber nada el uno del otro, ambas familias llamaron James a los niños.
Los dos crecieron sin conocerse, pero aún así  terminaron siendo agentes del orden público, destacaron por sus habilidades en mecánica y carpintería. Los dos se casaron con mujeres llamadas Linda. Ambos tuvieron hijos, uno llamado James Alan y el otro James Allan. Los hermanos gemelos se divorciaron de sus esposas y se casaron de nuevo con dos mujeres llamadas Betty. Además los dos tenían perro, llamado en ambos casos Toy.
Cuarenta años después de ser separados, los dos hombres fueron reunidos para compartir sus asombrosamente similares vidas.
Uno de los hermanos murió atropellado por un camión mientras iba en bicicleta por la autopista 8, aparentemente no lo vio venir por la nieve, el otro hermano también murió atropellado por un camión sólo unas horas después mientras iba en bicicleta por la misma autopista.
Ninguno supo sobre la muerte del otro.

Con la boca abierta me quedé cuando lo leí.





EL HÉROE REPETIDOR

Allá por los años 30 en la ciudad de Detroit, iba el señor Joseph Figlock caminando tranquilamente por la calle cuando de repente ve con asombro como un bebé cae desde una ventana hacia él.
Lo salva de una muerte inminente quedando ambos ilesos.
Un año después el mismo bebé vuelve a caer desde esa misma ventana, y como no, es el mismo señor Figlock quien detiene la caída y nuevamente ambos sobreviven.

Aviso importante para las madres: No dejar que vuestros hijos vean nada relacionado con Superman, a no ser que estéis seguras que el héroe mencionado en la historia vaya a pasar debajo de vuestro balcón.

jueves, 17 de febrero de 2011

CONQUISTADO POR UN SUEÑO PARA DESCARGAR



Como prometimos, ya está a vuestra disposición de forma completa CONQUISTADO POR UN SUEÑO.

Podéis descargarla en el enlace que encontrareis en la columna izquierda del blog bajo la imagen de la portada.

Queremos dar las gracias a todas las personas que se han interesado por conseguir la historia de Aldair y Liana, así que esperamos la disfrutéis. 

lunes, 14 de febrero de 2011

PORQUE TE AMO



Tenía ganas de darse de guantazos por su mala cabeza, hoy no sólo era lunes sino también un día importante y hasta que el imbécil de José lo nombró no lo había recordado. San Valentín.
Tomó el teléfono que yacía sobre su escritorio y se apresuró a llamar a la floristería. Con voz emocionada encargó 13 rosas rojas, una por cada mes que llevaban casados y aunque en un principio pensó en mandarlas por mensajería, en el último instante decidió que era más romántico aparecer en casa con el enorme ramo. Sí, a su Elena le gustaría ese detalle.  El ángel de su vida se merecía sólo lo mejor.
Mordiendo la capucha del bolígrafo recordó el momento en que la conoció y un hormigueo le recorrió el cuerpo dejándole un agradable calor. Fue verla en aquel parque y supo que era la mujer de su vida. El sol jugueteaba con las finas hebras de su castaño cabello y desprendía luminosidad en el sonrosado cutis, deseó ser él quien la rozase con las yemas embriagándose con su suavidad. Preso del hipnotismo sus pies le arrastraron hacia ella y los labios se le abrieron para pronunciar un tímido  "hola" mientras se perdía en la pureza de la miel de sus ojos. Ella respondió con un tono que le recordó al trino de los pájaros en primavera, que lo terminó de cautivar y supo que debía tenerla, que sería ella o nadie más, para su fortuna, Cupido lanzó las flechas con tanto tino que los traspasó a ambos uniéndolos para el resto de sus vidas. Un golpe en el hombro le hizo regresar al presente.

—Tierra llamando a Fernando.
—¿Qué? —preguntó parpadeando.
—¿Dónde estabas? Llevo un buen rato diciendo tu nombre y tú ni mu.
—No seas cotilla, es personal —indicó sonriendo.
—Oh, l´amour, seguro que fue eso.
—Ya me contarás cuando te pase a ti, por cierto ¿qué hora es?
—Va a ser la una y media.
—Me van a cerrar la tienda —exclamó levantándose de la silla y poniéndose el abrigo—, hazme un favor, cúbreme esta media hora que nos queda.
—Vale, pero porque eres tú.
—Gracias te debo una.

Como una exhalación abandonó el edificio ministerial y sorteando a los viandantes llegó justo a tiempo para recoger el regalo. El perfume que desprendían se le subió a la cabeza recordándole el que Elena utilizaba. Le gustaba como olía y en consideración hacia él siempre bañaba la piel de su cuello con unas gotas del pequeño frasco que descansaba en el tocador. Tras pagar y despedirse de la encantadora dependienta salió del establecimiento y se apresuró por llegar a casa. Ansiaba ver el rostro de su amada cuando lo viera llegar, sin embargo el trayecto se hizo largo, todos le paraban para hablar unas palabras con él y con risitas señalaban el ramo diciendo la suerte que tenía su mujer, a lo que respondía que el afortunado era él por tenerla a su lado. Respiró de alivio cuando se encontró frente al portal, se llevaba muy bien con los vecinos del barrio, pero ahora su objetivo no era el charlar, así que se deshizo con un ligero ademán de la amable señora García que se acercaba con su perrito. Con las llaves en la mano y sin dejar de sonreír subió los pocos escalones que lo separaban de su destino.


En la cocina, Elena repasó con la mirada la mesa recién puesta, los cubiertos descansaban sobre el mantel de hilo blanco, los vasos relucían y la ensaladera se hallaba justo en el centro. Girando sobre si misma comprobó que todo estuviera limpio y en su sitio.  Una vez verificado que estaba impoluto, salió y recorrió todas las habitaciones. La perfección era fundamental, nada debía estar fuera de lugar. Se paró bajo el dintel de su dormitorio y sin desprender la mirada de la enorme cama, se acercó a ella deslizando una mano por el edredón. La fría prenda quedó presa dentro de su puño al tiempo que una lágrima bailaba a través de la coloreada mejilla hasta caer sobre la nívea tela.  El sonido de la cerradura puso en marcha los hasta ahora pausados latidos de su corazón, estiró el cubrecama, sacó el pañuelo que llevaba en el bolsillo del delantal y se limpió los ojos hasta secar su humedad. Con un lento suspiro salió a recibir al hombre de su vida. Se detuvo en el umbral del cuarto cuando lo vio aparecer portando un enorme ramo de flores, se llevó las manos al pecho correspondiendo a la ancha sonrisa que resplandecía por encima de las rosas. Con cortos pasos se acercó y con el pulso acelerado acarició los aterciopelados capullos.

—Te has acordado —musitó emocionada.
—Como podría olvidarme mi amor —susurró depositando un tierno beso sobre su boca—, siempre estás en mis pensamientos.
—Lo sé, soy una tonta —aclaró bajando la vista.
­—Mi tontita preferida —declaró pellizcándole la nariz—. Y ¿no piensas agradecerme el precioso presente?
—Claro.

Sinuosa, rompió los escasos centímetros que los separaban y cogiendo el oloroso detalle, se pegó a su marido enroscándole los brazos tras el férreo cuello y cuando él bajó la cabeza entreabrió los labios sin dejar de mirar sus negros orbes, para recibir la húmeda caricia. Cerró los párpados tan pronto la lengua de su esposo entró en contacto con la suya. Se apretó contra él abrazándolo con todas sus fuerzas, cuanto amaba a Fernando, Dios Santo, cuanto lo amaba.
Las grandes palmas le aferraron las nalgas haciéndola notar el ahora endurecido miembro, juguetona cimbreó la pelvis y exhaló dentro de la arrolladora boca al percibir la apasionada respuesta. Protestó cuando él acabó el beso, con la respiración entrecortada alzó la vista para encontrarse con unos ojos velados por el mismo deseo que la estaba consumiendo. Cuando él entrelazó los dedos con los suyos quiso arrastrarlo a la cama, pero se mordió el labio y las ganas cuando la condujo a la cocina.

—Comamos primero cariño —añadió con tono pícaro—, te prometo que después disfrutaremos del postre.
—Hice tu tarta preferida.
—Estupendo, esparciré el esponjoso y chocolateado bizcocho por tu cuerpo. Serás un dulce de lo más exquisito —dijo besando sus nudillos—. Ahora pon las flores en agua y sírveme, mi amor.

Con celeridad acató su mandato y tras depositar el jarrón en un lateral de la mesa, llenó los platos con el suculento asado de cordero, esmerándose en escoger las porciones que a él más le gustaban y los depositó en sus respectivas ubicaciones, se sentó esperando a que terminase de abrir la botella de vino que había cogido de la nevera y llenase las copas con el burdeos líquido.

—Podrías deshacerte del delantal ¿no? —inquirió Fernando echándole un vistazo por encima del  borde de su vaso.
—Perdóname —murmuró levantándose y desprendiéndose del mandil lo dejó en el enganche de la pared—. No me di cuenta, la emoción al ver tu regalo me hizo olvidarme de él—, explicó sentándose de nuevo con la testa baja.
—¿Pretendes hacerme creer que la culpa es mía? —preguntó apretando los dientes.
—No.
—No me gusta verte como una pordiosera —exclamó dejando con brío la bebida—, por los clavos de Cristo Elena, me mato a trabajar para darte todo lo que necesitas.
—Lo siento —clavó la vista en las patatas que comenzaban a difuminarse tras el velo de las lágrimas que iban cuajando sus retinas—, discúlpame.
—Ya no sé como decirte las cosas —recalcó mientras partía la carne y se metía un trozo en la boca—. ¡Joder!—, bramó escupiéndolo en el plato—, ¿qué basura es esta?

Elena empezó a encogerse en la silla a la vez que él se incorporaba, ahogó un sollozo cuando por encima del mueble tendió los brazos y asiéndola con fuerza la levantó de un tirón.

—No sabes hacer nada bien —gruñó zarandeándola—, ¿pretendes envenenarme con esta mierda de comida? ¿Así me pagas lo mucho que te amo?
—Por favor —suplicó sintiendo como las falanges presionaban en su carne.
—Maldita sea —tomando un puñado de los alimentos que reposaban en el plato los estampó en la cara de su mujer que ahora lo miraba aterrorizada—, esto es una porquería.

Con la palma abierta golpeó el jarrón estampándolo en el suelo, los numerosos trozos en los que se rompió se clavaron en el alma de Elena, sabía que la siguiente en recibir el golpe sería ella y quizá,  como tantas otras veces, alguno de sus huesos se quebrarían como la fina porcelana.

—¡Mira lo que me haces hacer! —gritó rodeando la madera—, Jesús, te juro que lo intento que pongo todo el interés en que vivas como una reina—, cerró una y otra vez el puño mientras se acercaba.

Elena observó aterrada cada uno de sus movimientos reculando hasta que su cadera chocó contra la encimera de mármol, la bestia que había visto a diario y que apareció poseyendo a Fernando a las pocas semanas después de casados estaba de vuelta, en la tez desencajada del hombre que amenazante se acercaba a ella no quedaba ni rastro del joven del que se enamoró, pero sabía que tras la furia él regresaría, la acunaría entre sus brazos y entre llantos calmaría su dolor y ella una vez más creería en sus promesas y lo perdonaría porque a pesar de las magulladuras cubiertas de maquillaje, de las humillaciones enterradas en lo más hondo de su ser, los golpes e insultos, lo amaba.

El primer puñetazo la desestabilizó y cayó a la fría baldosa, encogiéndose en un vano intento de calmar el ardiente estómago, gimió de dolor cuando la agarró del pelo mientras sus oídos se llenaban de las soeces palabras que Fernando iba pronunciando, asió la ancha muñeca en un desesperado conato por mitigar el daño que le producía el estiramiento de su cuero cabelludo. Ya casi estaba en pie, cuando el latigazo del dorso le cruzó el rostro partiéndole el labio. Con el sabor ferroso de su propia sangre en el paladar y los ónices velados por el llanto trató de suplicar, de pedirle que parara mas un nuevo derechazo la dobló por la mitad haciéndola caer de rodillas. Apoyó las palmas para coger aire mientras gotas del fluido vital que manaba de su nariz manchaban el suelo, aún no había inhalado cuando la patada la lanzó nuevamente hacia atrás estrellando su cabeza contra el pavimento, haciendo que el mundo desapareciese durante un instante para regresar y hacerla padecer con los múltiples impactos.

Su mente se fue apagando poco a poco mientras su cuerpo, obligado por los compactos golpes,  no cejaba de contonearse, sencillamente se dejó llevar, allí rodeada por las rosas que minutos antes él le había obsequiado percibió como se le iba la vida. Sonrió al ver entre la bruma, que la muerte iba instalando en sus pupilas, a su contrito marido postrarse a su lado, su Fernando había regresado a por ella. Con dificultad alzó la mano y la posó en la rasurada mejilla mientras modulaba con la boca, exhalando su último aliento, un: Te amo.

  
El amor no es sólo cosa de un día marcado por los centros comerciales, el amor hay que demostrarlo ayer, hoy y mañana. No digas que amas con una flor, un chocolate o una joya el 14 de febrero, después de todo esa fecha es banal, si no lo demuestras el resto de los 364 días del año. Por supuesto JAMÁS lleves a cabo, ni soportes, el dicho de "quien bien te quiere te hará llorar", si amas sólo querrás ver sonreír a tu pareja y no con la tristeza y el miedo reflejados en su faz.

Y ahora sí:




jueves, 10 de febrero de 2011

CONQUISTADO POR UN SUEÑO (EPÍLOGO).

Tal y como anunciamos ayer, hoy llega el final de CONQUISTADO POR UN SUEÑO. Pero no podíamos acabar sin antes agradecer a todos los que han dedicado su tiempo a leernos durante todos estos meses.


Nuestra enorme y sincera gratitud a esas personas, que bien desde el principio o cuando llegaron al blog y al Facebook, nos han acompañado, hecho reír, emocionado y alentado semana tras semana con sus comentarios.

Por vuestra fidelidad y apoyo incondicional, vuestra paciencia, por estar siempre a nuestro lado,  este último capítulo va especialmente dedicado a cada una de vosotras. GRACIAS CHICAS.


Adela y Mariola







Meses después

Si la felicidad tenía un tiempo Aldair pensó que la suya había tocado a su fin tras los cambios sufridos en su esposa con el transcurrir de las semanas. Su Liana alegre y vital se había convertido en unos pocos días en una mujer triste y esquiva, su hermoso rostro mostraba profundas ojeras y apenas si comía o bebía, cosa que estaba haciendo mella en el armonioso cuerpo algo más delgado ahora. Aunque no tenía queja de las noches, pues ella seguía respondiendo a sus besos y caricias con la misma pasión que el primer día, el verla levantarse antes del amanecer y abandonar la estancia sigilosamente le hacían preguntarse si realmente deseaba compartir su cama o lo hacia por obligación. Por eso y porque ella era lo que más le importaba en esta vida había decidido convertir lo que en un principio pensó sería un agradable regalo en una oportunidad, pondría su alma a disposición de la hembra que, cabizbaja y arrebujada en el arisaid que la protegía del frío viento del norte, caminaba a su lado para que decidiera que hacer con ella.

Si la locura tenía un nombre ese era Aldair, decidió Liana cuando una ráfaga helada le caló hasta los huesos cuarteándole la piel de la cara. Sólo a él se le ocurría despertarla en medio de la noche, obligarla a vestirse y seguirlo campo a través en pleno invierno, claro que últimamente no era el mismo. Lo había sorprendido en más de una ocasión contemplándola ceñudo, otras como si se arrepintiera de haberse casado con ella y aunque sus temores desaparecían en las noches cuando bajo las pieles daban rienda suelta a su deseo, era durante las horas de luz cuando su corazón se preguntaba si realmente la amaba o si quizá pasada la novedad del matrimonio se había convertido en una tediosa carga para él, quería averiguarlo pero el miedo a la respuesta la había detenido en más de una ocasión. Exhaló profundamente haciendo que volutas de vaho salieran de su boca y aligerando el paso continuó caminando a su lado.

Tras rodear el prado y atravesar el bosque, que parecía encantado a esas horas, el claro apareció ante ellos. La tenue luz de la luna —ajena a los oscuros pensamientos que los atenazaban a ambos— teñía de plata el sitio. Liana contempló el lugar que reconoció al instante, allí había aparecido sola y asustada cuando dejó su época, ahí llamó con desesperación a Aldair cuando una manada de lobos la rodeó, justo en ese emplazamiento empezó su nueva etapa. Alzó la vista hacia su esposo que la miraba entrecerrando los ojos.

—¿Qué hacemos aquí?

No obtuvo réplica. Dio un paso atrás cuando lo vio tomar la daga de su cintura y al enfilarla hacia ella la hoja resplandeció bajo la argenta luz. Se le encogió el estómago al ver como le asía la muñeca, la terrorífica idea de que la iba a matar se le cruzó, como si un potente rayo se tratara, por la mente dejándola adolorida. Tembló cuando haciendo presión la obligó a abrir el puño, sin dejar de estudiarla deslizó el cuchillo por la palma haciendo brotar la sangre, un grito mitad dolor mitad espanto manó de su garganta. La fuerte mano de Aldair se unió a la suya evitando que cayera cuando las rodillas le flaquearon, percibió el contacto del duro pecho sobre el suyo a la vez que un velo rojo cubría su visión, tras ello la nada se la tragó envolviéndola en una tenebrosa oscuridad.

Unos suaves golpes en las mejillas la hicieron reaccionar, lentamente fue alzando los párpados que le pesaban como el plomo, por un momento la claridad la cegó, el cielo era ahora de un gris plomizo que amenazaba lluvia, giró el cuello para encontrarse con la cara desencajada y pálida de su marido. Una leve punzada en la mano al posarla en el suelo le trajo el recuerdo de lo que había hecho, quiso levantarse y encararlo, demandarle el por qué la había herido cuando el lejano sonido de un motor la paró en seco, apartando la vista de Aldair escudriñó el paisaje, viejas y musgosas lápidas los rodeaban, como un resorte se incorporó quedando sentada, no podía ser, era imposible aquel lugar..., ¡oh Dios Santo estaban en el cementerio de Calton Hill!

—Esto es...
—Sí —interrumpió él ayudándola a ponerse en pie—, Edimburgo, vuestro Edimburgo.
—Pero ¿por qué?
—No hagáis preguntas, aún no —respondió tratando de sonreír al ver como se le iluminaba el rostro—, vamos este día es para vos, disfrutémoslo.

Con el corazón saltándole de júbilo en el pecho se abrazó a Aldair, que le devolvió la caricia antes de enlazar sus dedos y emprender el descenso hacia el centro de la ciudad. Una vez en Princess Street el matutino bullicio los envolvió al mezclarse entre la gente, trabajadores que se apresuraban para no llegar tarde, turistas madrugadores cámara en mano, jóvenes estudiantes, gaiteros que buscaban un lugar apropiado para hacer sonar su instrumento a cambio de una monedas, los jardines presididos por el ennegrecido St. Andrews, y en cuyos bancos a pesar del frío paisanos y extraños iban tomando posiciones bajo la sombra del impresionante castillo. Sí, todo seguía maravillosamente igual.

Sin dejar de hablar y sin percatarse de la extraña congoja que se iba apoderando de Aldair, cruzaron el puente de Waverly hacia las entrañas del casco antiguo, en Market St. la nariz se le llenó de los aromas que salían de los numerosos cafés, la boca se le secó deseando paladear la deliciosa bebida y las tripas le resonaron clamando por alimento, fue entonces cuando se dio cuenta que no tenían dinero con el que calmar su apetito, pero eso no la desanimó.

—¿Tienes hambre? —un contrito guerrero asintió—. Ven, sígueme.

Casi a la carrera, lo guió por Cockburn Street hacia la Royal Mile, una vez en la transitada calle le indicó un viejo edificio que entonaba perfectamente con el resto de las antiquísimas construcciones. Cuando llegaron a sus aledaños Aldair se percató que seguía utilizándose para lo que fue erigida, como la casa del Señor.

Ya en su interior un anciano de aspecto amable y sonrisa fácil se acercó a ellos invitándolos no sólo a visitar la capilla anglicana, sino que los condujo hacia una mesita donde una tetera y una humeante jarra de café los esperaban acompañados de una bandeja de apetitosas galletas recién hechas. Tras servirse una buena taza del oscuro y oloroso líquido y hacerse con unas cuantas pastas que sin disimulo devoraron con avidez, pasearon por la formidable y bien conservada capilla de altos techos y lámparas con velas. Al salir, gracias al encanto de Liana y sus alabanzas hacia la cocinera, llevaban el estómago caliente y una bolsita repleta de las exquisitas galletas que le servirían de avituallamiento para el resto del día.

Desde allí recorrieron los pocos metros que los separaban de la fortaleza, una vez en su explanada contemplaron el majestuoso edificio que escondía en su interior gran parte de la historia de su país y las joyas que eran el orgullo e insignias de Escocia.

Bajaron por la Milla de Oro deteniéndose frente a los escaparates de las centenares de tiendas que vomitaban turistas de su interior, rieron ante los disparatados y chabacanos artículos que algunas exponían en sus vitrinas. Aldair gruñó y tiró de ella cuando se embelesó observando unos vasos que mostraban a un hombre ataviado con kilt mostrando su trasero y que parecían gustarle mucho a su mujer. Casi volvió a olvidarse de la tristeza que guardaba dentro, cuando ella se pegó a él y dándole una nalgada le musitó <<ninguno como este>>.

Al llegar a North Bridge una arcada la hizo correr hacia un callejón, donde vomitó todo lo que había ingerido. Con el regusto amargo en su paladar, se limpió con el dorso de la mano y se giró encontrándose de bruces con Aldair que silenciosamente se había acercado y que la observaba frunciendo el ceño.

—¿Qué os sucede? ¿Estáis enferma? —preguntó con la preocupación reflejada en la voz.
—No, estoy perfectamente —respondió con calma—, deben ser los nervios y la emoción por estar de nuevo en mi tierra, es tan maravilloso volver a estar cerca de todo lo que conozco.
—Me alegro por vos —un toque de aflicción tiñó sus palabras, ¿cuánto hacía que no la había visto ilusionarse de aquel modo?—. Continuemos, el tiempo pasa distinto para nosotros y apenas quedan unas horas, ¿dónde os gustaría ir ahora?
—A tantos sitios —contestó con determinación—, me gustaría estar con mis amigos, con mi gente, dormir en mi cama, tocar mis cosas...

Aldair estudió cada rasgo que surgía en la cara de Liana al enumerarle sus deseos, gozó al verla feliz aunque cada vocablo se le iba clavando uno a uno en el alma.

—Vayamos a mi casa —exclamó de repente sacándolo de sus cavilaciones—, está muy cerca.

Unas calles más allá apareció el objeto de su anhelo, una mole de fachada labrada y cuyas ventanas asemejaban vigilantes ojos que parecían otearlos en un amenazante silencio. Liana alzó la cabeza hacia la que fue su vivienda, todo parecía igual y sin embargo todo era distinto. Se estremeció cuando la masculina palma se posó en su espalda.

—¿Queréis subir?

Iba a decirle que sí cuando la figura de un hombre la paró en seco, por el portón de entrada acababa de aparecer Carlos, iba acompañado de una joven rubia de aspecto tímido a la que sonreía embobado, parecía que por fin se había enamorado. Estaba tal y como lo recordaba, atlético, atractivo y elegante como siempre con el cabello oscuro recién peinado y su traje a medida. Al verle tomar su dirección, instintivamente dio un paso atrás para evitar ser descubierta, suspiró más por alivio que por otra cosa ignorando como ese simple gesto sin importancia hacía que el corazón del hombre que tenía detrás crujiera de pena.

—¿Por qué no habéis hablado con él? —interrogó Aldair tan pronto la pareja desapareció por la esquina.
—No, es mejor así —susurró ahogando un sollozo—, tendría que explicarle tantas cosas que no lograría entender.
—Subamos —indicó obviando el gemido que acababa de escuchar.
—No —contestó echando a andar para que no viera las lágrimas que inundaban sus ojos—, es mejor que no, hay tantos recuerdos ahí arriba—, apenas dio unos pasos para detenerse de nuevo—. Oh Dios mío, no puede ser.

Aldair, que permanecía clavado en el sitio con la vista fija en la espalda de Liana, miró más allá de ella , no sabía que podía ser lo que la exaltaba de aquel modo, pero fuera lo que fuera no podría causarle más pesar de lo que ya sentía, ahora lo tenía todo claro, Liana echaba de menos todo aquello y la nostalgia la estaba consumiendo, quizá por nobleza o por lástima no era capaz de decírselo, tal vez se olvidó que tiempo atrás, llevado por unos celos que los habían roído a ambos, le confesó —sobrecogido por si accedía a ello— que podía traerla de regreso. Nunca más le insistió ni le habló de Edimburgo y él…, apretó los párpados con fuerza, para volver a elevarlos ante los grititos de la mujer que como una niña pequeña ante un juguete daba saltitos alrededor de un automóvil. Arrastrando los pies se acercó.

—Ohhh, eres tú —pasó la mano por la pulida chapa—, mi guerrero plateado, pensé que jamás volvería a verte, estás igual que cuando te dejé. Te he echado tanto de menos. Carlos te ha cuidado bien ¿verdad que sí chiquitín?—, se giró hacia su marido—. ¿Te acuerdas de él? Es mi coche.

Asintió decaído al comprobar como otra cosa más se añadía a la lista que la separaba de él.

Las horas pasaron como si fueran minutos y sin darse cuenta se vieron sumergidos en el atardecer que cubría el plomizo cielo escocés. Liana era consciente que su tiempo en su adorada cuidad estaba a punto de agotarse. Miró a Aldair, que sumido en sus pensamientos caminaba a su lado. Quería abrazarlo, decirle cuando le agradecía el regalo tan magnífico que le había hecho y que atesoraría para siempre en su interior como uno de sus bienes más preciados, así que ¿por qué no hacerlo?

—Muchas gracias —musitó emocionada enlazándose en su cintura—. Me has hecho muy feliz.
—Lo que sea por llevar la alegría a vuestra mirada —corroboró acercándola más a él.
           —Sin embargo la tuya está muy apagada ¿a qué se debe?
        —No importa —respondió observándola de soslayo—, continuemos.

Liana guardó silencio, pero a su regreso no pararía hasta sonsacarle la verdad. <<El tigre caerá bajo el poder de la gatita>> pensó aguantándose las ganas de ronronear.

Ya era de noche cuando arribaron a Calton Hill, la iluminación tan profusa en las calles cercanas desaparecía allí donde la oscuridad tomaba posesión por completo, pero a pesar de que  las nubes ocultaban a la luna tras su denso manto, evitando que el argentado brillo los guiara entre las lápidas, con la mano aprisionada entre el férreo puño la llevó con decisión hasta la marmórea punta.

Habían llegado a la base cuando le pidió que la dejara recuperar el aliento, el mareo que sentía se agravó tras subir las empinadas cuestas. Cuando la soltó se volteó una vez más hacia la urbe, el paisaje a aquellas horas nada tenía que ver con el del alborear, la iluminación azulada y amarillenta le daba un aspecto casi mágico a los monumentos, las estelas rojizas de los faros de los coches se perdían por las ahora tranquilas avenidas y plazas, fijó la vista en el Castillo que como un coloso se alzaba guardando la villa que se iba durmiendo poco a poco. Con una última ojeada se despidió mentalmente de su amado Edimburgo, tal vez nunca volviera a verlo, aunque realmente tampoco le importaba demasiado. Tomando aire para controlar la emoción que le atenazaba la garganta se giró hacia Aldair que la contemplaba en silencio, frunció el ceño al ver la expresión de su rostro, había tanto pesar en aquellos verdes orbes.

Aldair ya no tenía ninguna duda, se arrepentía de haberla llevado a ese viaje, pero al mismo tiempo le aliviaba saber que en sus manos estaba que la mujer que amaba y amaría siempre fuera dichosa. Atando en su interior todo la angustia y la amargura que lo llenaba decidió que era hora de hablar.

—Venid sentaos un momento —indicó una de las cercanas tumbas—, debemos conversar.

Ella obedeció su orden un tanto confusa.

—Aldair, ¿qué ocurre? —interrogó percibiendo que algo iba mal al percatarse de su gesto adusto.
—He decidido que regresaré solo —dictaminó dirigiéndose a la nada—, es mejor que os quedéis aquí.
—¿Cómo has dicho? —se incorporó como un resorte.
—Es lo mejor para ambos —respondió mintiéndose a si mismo, quizá lo fuera para ella mas para él sería su sentencia de muerte.
—Por eso me has traído aquí —manifestó desgarrada por dentro—, para abandonarme—, pestañeando nerviosamente tratando inútilmente de mantener el llanto a raya lo encaró—,  te cansaste de mi ¿no es eso?, ya no me amas.
—No Dios mío claro que no —apresó sus hombros con fuerza—, os amo más que a mi vida, más que a todo…, —se le quebró la voz al verla llorar—, pero parecéis tan desdichada a mi lado.
—Aldair.
—Hoy al veros aquí tan alegre, con el color salpicando vuestras mejillas, el volver a oír el sonido de vuestra risa me hizo darme cuenta —arrastró con el pulgar la gota que resbalaba por el pómulo—, vuestra felicidad es lo único que me importa y si he de renunciar a vos para que seáis dichosa lo haré aunque me cueste la misma vida.
—Ya soy feliz contigo —afirmó aferrándose a él que mantuvo los brazos laxos—, tienes que entenderme y ponerte en mi posición, no soñé con volver a ver todo esto, pasear por el lugar que me vio crecer.
—No es necesario que mintáis, maise —tras unos segundos de silencio continuó—, aquí hay cosas a las que estáis acostumbradas y yo jamás podré brindaros.
—No te miento —hipó clavándole las uñas en los omoplatos—, por lo que más quieras créeme, no concibo mi existencia sin ti, llévame contigo o mátame, pero no me dejes.
—Jamás os haría daño ni con el pensamiento —con lentitud alzó los brazos rodeándola con ellos—, pero mi señora prefiero dejaros aquí y que con el tiempo me olvidéis que veros enfermar y morir de nostalgia a mi lado.
—¿De qué estás hablando?
—No soporto continuar viendo como os vais apagando como una tea lentamente, como vuestro hermoso rostro se torna pálido —poco a poco fue exponiendo todos sus miedos—, me ha consumido el veros forzar una sonrisa, la impotencia hacía presa en mí cuando abandonabais el lecho furtivamente…
—¿Por qué no dijiste nada? —interrogó alzando la testa—. ¿Por qué te guardaste todo ese dolor para ti?
—¿Qué me hubieseis dicho entonces?
—La verdad —afirmó deslizando las yemas de los dedos por el áspero mentón que iba necesitando un rasurado—, no me estoy deprimiendo amor mío, de hecho me siento más plena que nunca. No abandonaba nuestra cama por desidia, al contrario es un sitio que me gusta mucho sobre todo si tú estás en ella, pero hay cosas que prefiero hacer a solas—, posó una yema sobre los plenos labios para que no la interrumpiera—, no es de buen gusto para nadie ver a otra persona echar la primera papilla—, rió al ver el gesto atónito de su marido—. No estoy enferma grádh estoy embarazada.
 
Debía irse pero se resistía a hacerlo, no con ella suplicante, no sin tenerla un poco más pegada a su cuerpo. Con los ojos apretados y el corazón saltándose los latidos escuchaba sus peticiones y sollozos, ahora le dolía y durante un tiempo quizá siguiera haciéndolo pero con el paso de los días, de las semanas lo olvidaría, volvería a su rutina y él se convertiría primero en un recuerdo y más tarde en nada. Aún sabiendo eso, deseaba sentir sus caricias un poco más, escuchar su dulce voz y aferrarse a ella los pocos minutos que aún le quedaban. Las últimas palabras le hicieron tensarse.

—Em… —notó como se le aflojaban las rodillas—. ¿Cómo es posible?
—Es lo normal cuando una mujer y un hombre…
—Pe... pero... vos —tartamudeó de la emoción—, esas... hierbas.
—Nunca las tomé —le aclaró rozándole el mentón con los nudillos—, y hace bastante que se me acabaron las píldoras.
—¿Cuándo? —acarició con timidez el vientre aún plano.
—En verano —confirmó buscando sus ojos, parpadeó al verlos llenos de humedad y algo que no supo definir pero la asustó—. Aldair ¿no lo deseas?
—Por Cernunnos mujer, ¿cómo podéis pensar algo así? —preguntó dejando rodar las lágrimas al tiempo que se levantaba obligándola a hacer lo mismo—, aún no ha nacido y ya lo amo—, agarrándola de las nalgas la pegó a él y la elevó hasta que su boca quedó a la altura de la suya, sonrió cuando ella se aferró a sus hombros y tras rozar levemente los adorados labios comenzó a girar riendo como un desquiciado—. ¡Un hijo, nuestro hijo!
—Estás loco —chilló plagando de risas el solemne lugar.
—Por Vos mo grádh y por mi heredero.
—Nosotros también te amamos a ti —aseveró mientras la bajaba poco a poco y se abrazaba a él—, te adoro mi tonto Highlander, eres todo lo que siempre soñé tener y no esperé 27 años para que ahora quieras deshacerte de mi porque vomité un par de veces.
—Siempre quise haceros este regalo, estas son vuestras raíces,  aunque no pude hacerlo hasta el día de hoy en que el Solsticio de Invierno está teniendo lugar —confesó sobre su cabello—, deseaba que tuvierais la oportunidad de ver otra vez este sitio tal como lo conocéis y que tan poco se parece a Ceann—uidhe. Sé que habéis sacrificado mucho por estar a mi lado, pero…
—Continúa por favor.
—Por los dioses, he pasado un infierno pensando que ya no me amabais —reconoció entre dientes.
—Lamento haber sido tan estúpida y haberte preocupado sin motivo.
—Hoy cuando os vi tan dichosa pensé que estaríais mejor sin mí.
—En ningún sitio estaré mejor que contigo, nene —se mordió el labio con rabia, cuánto sufrimiento había padecido su fornido escocés—, no te cambiaria por nada del mundo—,  izó la vista, había tanto amor en los aceitunados orbes de su guerrero que supo que duraría eternamente—. ¿Aún no te has dado cuenta que mi hogar eres tú?

Fue incapaz de contestarle, no porque no quisiera hacerlo sino porque las palabras no lograban atravesar el nudo formado en su garganta. Continuó en silencio cuando ella lo guió hasta el obelisco, asió su daga y sin vacilar se cortó la palma antes de tenderle el arma mientras descansaba la otra sobre el vientre donde crecía su primer vástago.

—Tu hijo y yo estamos deseando regresar —musitó mostrándole la herida abierta—, llévanos a casa Aldair.

Sin necesitar más aliciente hizo lo que le pedía,  sacó el medallón del sporran y acarició el pulido rubí. El amor lo había impulsado a enterrarla hasta el fin de los días y el mismo amor le instó a arañar la tierra sagrada para recuperarla, aún sabiendo que con su acto pudiera perder a la mujer que tanto amaba. Recordó como su mente y su corazón se abrumaron al tener que volver a cometer sacrilegio. Había pedido un sincero perdón al druida antes de retirarla de los huesudos puños, pero necesitaba la joya para la misión que debía llevar a cabo. Por fortuna los dioses habían estado de su lado, mas aunque el resultado hubiese sido nefasto para su alma, no dudaría en repetir la acción mil veces con tal de ver a su esposa feliz.
Pronunciando la antigua cantinela cortó su callosa mano y la unió a la de su sonriente mujer envolviendo con ellas la templada gema.  Cuando el velo comenzó a arroparlos con su carmesí fulgor abrazándolos por el bucle de los tiempos buscó sus labios y la devoró en un ardiente beso que los hizo temblar de pasión.

Llegarían tiempos revueltos, años de guerras y desolación, pero saberse poseedor del amor de Liana lo hacia sentirse invencible.  Algún día Morrigan batiría sus negras alas sobre él arrancándole de este mundo, mas hasta el instante mismo en que tuviera que doblegar la cabeza para rendir cuentas ante Donn, trataría de ser un buen guía para su pueblo, un buen padre para sus hijos pero sin duda su único afán sería hacer dichosa al preciado tesoro que con el que Ainé lo había bendecido. Su Liana. El sueño de mujer que lo conquistó devolviéndolo a la vida.



Fin





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