Tras finalizar el banquete Liana se despidió de sus agradables compañeros de festín y sin dirigir ni una sola mirada a Aldair salió del salón. Subió con pesar los pocos escalones que la llevaban a los aposentos que compartía con él, abrió la puerta y deambuló por el cuarto nerviosa durante algunos minutos. Soltando un suspiro empezó a rebuscar y a amontonar sus cosas, los pocos vestidos, la ropa interior, su frasco de perfume, cuando tomó la bolsa de las hierbas entre sus manos la observó detenidamente, ahí en aquel saquito oscuro reposaban inocentes la causa de sus problemas con el hombre que amaba. Tuvo ganas de romperla y esparcirlas al viento, pero la metió en su mochila.
La vio izarse y abandonar el recinto con el porte de una reina, esa noche se había colocado un vestido verde que realzaba su figura y contrastaba con su cabello y su piel. El escote se ceñía a su busto de forma provocadora dejando parte de este tan expuesto que sentía celos del mismo aire que la rozaba, por no decir de los hombres que a su lado se la comían con los ojos mientras la agasajaban con sus cumplidos. Tuvo que hacer acopio de todo su valor y del de su padre para no levantarse, echársela sobre el hombro y llevarla al dormitorio a pesar de haberse y haberle jurado que no la tocaría.
Esperó unos minutos charlando y bebiendo antes de incorporarse e ir tras ella, debían hablar, hacer las paces, porque no podía seguir en aquel estado de excitación permanente, porque le dolía tenerla lejos cuando lo que más ansiaba era enterrarse en su cuerpo, saciarse de ella y amarla. Casi corrió para acortar la distancia que los separaba, empujó la gran hoja de madera de su cámara esperando encontrarla en la lecho, pestañeó confuso al ver todas sus pertenencias dobladas sobre el baúl. Con la ira fluyendo por sus venas, cerró de un portazo y en dos zancadas estuvo a su lado.
—¿Qué es esto? —demandó señalando el montón de ropa.
—Son mis cosas —respondió dando un paso atrás al ver la furia que destilaban sus ojos.
—No estoy ciego —alzó una ceja y la agarró por los hombros—. ¿Qué significa esto?
—Voy a pedir una nueva alcoba, no quiero seguir compartiendo esta contigo —contestó sin despegar la mirada de la suya mientras se retorcía para que la soltara—, no deseo ser la causa de que enferméis por tenerme cerca.
—Dejad de decir necedades, colocad las prendas en su lugar y disponeos para dormir —ordenó con un gruñido—, y olvidad esa idea de abandonar nuestra habitación.
—Pues mira tú por donde que no —enfatizó lo dicho dando un fuerte pisotón—, no voy a compartir cama con un hombre que se siente asqueado de mi, ni a recibir órdenes de un tipo que se cree el ombligo del mundo y no...
—¡Ya basta! —ordenó tomándola por los antebrazos y zarandeándola—, he sido condescendiente con vos, os he dado libertades que ninguna otra mujer ha tenido nunca, pero todo tiene un límite mi señora.
—¡Suéltame bruto! —alzó la voz casi tanto como él—. ¿Acaso te crees mi dueño y señor?
—Exactamente —exclamó soltándola—, así que haced lo que os dije antes que mi paciencia se acabe.
Estaba tan enfadada que era incapaz de abrir la boca, no sin que por ella escaparan palabras poco aptas incluso para los oídos de aquel bárbaro, se mordió el labio tragándose los insultos, levantó la cabeza desafiante y pasó por su lado como una locomotora. No pudo ni avanzar dos pasos cuando una de las grandes manos de Aldair la aferró por la muñeca y tiró de ella.
—¿Dónde os creéis que vais?
—Puedo dormir en el establo, o en el salón o donde sea —espetó con rabia.
—Dormiréis aquí —la empujó dejándola tendida sobre el ancho de la cama y se tumbó sobre ella sosteniéndole ambas manos por encima de la cabeza—, en mi lecho, junto a mí.
—¡No! —negó casi sin aliento cuando los labios de Aldair comenzaron a recorrer la columna de su cuello—, prefiero pernoctar con los caballos antes que contigo.
—Liana —susurró con voz ronca mientras besaba su mandíbula—, ¿no veis como os deseo? ¿No os dais cuenta como mi cuerpo palpita por el vuestro? Rendíos, deponer esa actitud beligerante, comportaos como una hembra de bien y ceded ante vuestro señor.
Liana comenzaba a derretirse bajo las suaves caricias, sus sentidos se imponían a la razón, la pasión afloraba en su piel y la humedad del deseo se abría paso entre sus piernas. Oh sí, toda ella ardía porque esas manos que le sujetaban los brazos tocaran cada centímetro de su anatomía, porque esos labios que ahora recorrían su mentón besaran cada hueco de su cuerpo, hasta que las últimas palabras de él la congelaron por completo. Posesión, sumisión eso era lo que él quería, lo que él pedía y no, no estaba dispuesta a ser sólo un objeto, un desahogo. Giró la cabeza negándole la boca que Aldair buscaba, se retorció bajo él para que la liberara de su peso.
El rechazo le sentó como una patada en los testículos, le hirió el corazón y le golpeó el orgullo. La liberó de su agarre y de su peso tumbándose a su lado, clavó la vista en el techo respirando con ansiedad por el deseo no satisfecho y por la rabia contenida, no quería mirarla, no podía sin agarrar ese precioso cuello y apretarlo, no sin hacerle daño.
Liana se sentó en la cama, casi sin aliento aún afectada por sus caricias.
—Decidid donde vais a yacer esta noche señora —dijo sin moverse—, como veis no hay mucho donde elegir o compartís jergón conmigo o podéis descansar sobre la fría piedra del suelo.
—¿No hablaras en serio? —preguntó torciendo la cara hacia él.
—Completamente —se puso en pie y comenzó a desnudarse.
—Está bien —contestó tristemente agarrando una almohada—, supongo que el piso no estará tan mal.
Una vez desnudo apartó las sábanas y se metió en el tálamo cubriéndose con ellas, mientras Liana permanecía de pie aferrando el almohadón a su cuerpo, perpleja.
—Aun estáis a tiempo —palmeó el hueco vacío a su lado.
Con el orgullo herido pero con soberbia al ver la burla en los verdes iris, lanzó el cojín al suelo y sin siquiera soltar las cintas del vestido se acostó, reprimió el quejido cuando la piedra se clavó en su costado y los juncos atravesaron la tela de su vestidura.
Aldair apagó la pavesa de un soplido y sonrió en la oscuridad, Liana necesitaba un escarmiento, un poco de humildad y sumisión. Su sonrisa se detuvo cuando la oyó removerse incómoda.
—Liana venid aquí —susurró—, os aseguro que estaréis más a gusto entre la suavidad y la blandura del colchón.
—No.
—No seáis terca mujer —murmuró incorporándose sobre un codo—, os dolerán los huesos al amanecer.
—Son mis huesos, así que no te preocupes —se giró buscando una postura más cómoda sin éxito.
—Buenas noches pues —añadió con sorna.
—Buenas noches.
—Soñad conmigo mo gràdh —se tumbó y pasó los brazos bajo la nuca divertido.
—¿Aldair?
—¿Si?
—Vete a la mierda.
La masculina carcajada resonó por toda la estancia, logrando que Liana frunciera el ceño. <<El que ríe el último, ríe mejor tontito>> pensó golpeando el almohadón dispuesta a dormir a todo costa.
Llevaba demasiado tiempo esperándole y la inquietud le impedía dejar de abrir y cerrar los puños, tenía que mantener la calma o sería capaz de salir en busca del decrépito anciano para hacerle pagar por el desplante. ¿Qué se había creído ese viejo? Nadie, absolutamente nadie se atrevía a despreciarle y salir ileso.
Un ruido en el exterior le paralizó durante un instante. Con sigilo se acercó a las altas puertas y a través de la pequeña abertura que había dejado percibió un movimiento. No le cupo ninguna duda de quien se trataba al observar esos andares encorvados. Esperó pacientemente a que se acercase, cuando la endeble figura apareció abriendo con cautela los portones le sujetó fuertemente de un brazo y le introdujo con rudeza en el interior cerrando tras de si.
—No me hagáis daño –rogó Cromwell presa del pánico intentando desembarazarse de la dolorosa garra.
Los continuos intentos por poner distancia le impidió ver la sonrisa triunfante que se dibujó en el rostro de Donald, ni tampoco como este acariciaba lenta y reverentemente el puñal con el pulgar de la mano que mantenía oculta.
Cromwell trastabilló -al tiempo que soltaba el aire que retenía en los pulmones- cuando recobró la libertad, se revolvió furioso hacia el hombre que lo había sujetado deseoso de hacerle saber quien era él, pero el brillo malicioso de sus ojos lo detuvo.
Donald observó al anciano, a pesar de que su gesto era altivo no podía disfrazar el reflejo de terror que bullía en su mirada, una gran satisfacción lo recorrió, si había algo que le gustaba sobremanera era despertar el miedo en aquellos que se creían mejor que él. Curvó los labios con burla al percatarse del leve temblor que atravesaba a aquel vetusto arrogante.
—Creí que no vendríais —comentó guardando el cuchillo en su cintura.
—Y yo creí que no me atacaríais —sentenció el druida dando un paso atrás.
—Disculpadme Cromwell —contestó encogiéndose de hombros—, no era mi intención asustaros simplemente me protegía, no estaba seguro que erais vos.
—No me habéis asustado —se defendió arrastrando los pies hacia él, molesto al verlo enarcar una ceja divertido—, sólo me sorprendisteis.
—Está bien —espetó Donald intentado acabar con aquella absurda conversación que no los llevaba a ninguna parte—, ahora que todo está claro vayamos al asunto que nos compete.
—Dejad que me siente —sugirió el druida dirigiéndose hacia unos toneles que descansaban junto a una de las paredes—, ya no soy joven.
Impaciente por acabar con aquello Donald esperó hasta que acomodó su cuerpo sobre el barril, en dos largas zancadas se posicionó a su lado cuando lo vio alargar la mano hacia una de las velas.
—No —negó con vehemencia—, no quiero visitas inesperadas en esta reunión.
—¿Acaso pensáis que soy capaz de traicionaros? —musitó abandonando la pavesa.
—Por vuestro bien así lo espero —siseó entre dientes acariciando la daga—, y ya que estáis cómodo comencemos con esto de una vez.
Cromwell se removió inquieto ante el despectivo y amenazador tono de voz de aquel hombre, lo miró a los ahora oscuros orbes y un estremecimiento recorrió su columna, por primera vez deseó haberse dejado guiar por los instintos que le habían empujado a regresar a su alcoba y no acudir a la reunión, mas levantó la barbilla orgulloso pues no pensaba darle el placer de que descubriese su debilidad.
—¿Qué deseáis saber? —demandó confuso—, y sobre todo ¿qué gano yo?
—Poca cosa —dijo con desinterés—, decidme donde está la joya y como podría conseguirla y tal como os dije, acabaré con esa mujer.
—¿Qué garantías me ofrecéis? —preguntó desdeñoso.
—Las mismas que vos a mi, deberá bastarnos con nuestra palabra —sonrió con suficiencia—, ahora contadme donde está, como puedo acceder a ella.
—No sé de que me habláis —respondió Cromwell incómodo.
—No juguéis conmigo viejo estúpido —susurró Donald entre dientes agarrando la pechera de la túnica del druida y levantándolo de un tirón—, sabéis perfectamente que os hablo del medallón McRea.
—No sé nada de él desde que nuestro Laird regresó de su misión —contestó con voz atropelladamente mientras se sacudía de su agarre—, aparte que lo poseía esa maldita hembra que trajo con él—, resolló al sentir el vapuleo al que lo sometía el otro—, además ¿para qué querríais vos esa joya?
—Eso no es asunto vuestro —exclamó lanzándolo contra el muro.
—¿Acaso pensáis que podréis venderlo? —dejó escapar una carcajada—, creéis que os haréis rico, pero nadie os lo compraría, ese medallón es demasiado conocido por toda Escocia.
—No sabéis de lo que habláis —sacó el puñal de la cincha y lo presionó sobre la arrugada garganta del hombre que dejó de sonreír y abrió los ojos aterrorizado— sé lo que se oculta en esa gema —rió al ver aun más terror en los cansados iris azulados— sí viejo estúpido, se lo que se esconde. ¿Rico? No, no me interesa una minucia cuando puedo ser el dueño del mundo una vez me digáis como liberar a Carman.
—Estáis loco si…
—¡Basta! —apretó un poco más la hoja sobre la piel hasta que unas gotas carmesí comenzaron a correr por ella—, hablad, decidme donde y como puedo conseguirla.
—Está en posesión de nuestro Señor —contestó con la voz trasmudada por el pánico—, o de esa mujer.
—¿Donde la tiene?
—Os juro que no lo sé, se ha negado a devolvérsela a los druidas, sus verdaderos guardianes —tragó mientras un temblor le subía por el cuerpo retorciéndole las tripas—, no me hagáis daño, os he dicho todo lo que sé.
—Dejad de lloriquear cobarde –escupió disfrutando ante tan escasa bizarría-. Decidme mi buen sabio ¿qué he de hacer para liberar a la ancestral bruja?-, inquirió presionando el arma logrando que brotase más sangre.
—No os lo diré -murmuró al borde del llanto.
—Estimáis muy poco vuestra vida -musitó deslizando el filo a lo largo de la estirada dermis de su garganta.
-La valoro en demasía, mas está en vuestras manos y sé que acabareis con ella con o sin la información que me requerís.
Los azulados ojos de Donald perdieron el centelleo punzante y se dulcificaron, apartó la daga del anciano que se llevó las manos al cuello y luego las observó manchadas del enrojecido flujo.
-Tenéis mi palabra que no os haré daño, ahora confesad.
El aplastante silencio sólo quebrado por el acelerado resuello del druida fue roto cuando éste comenzó ha hablar en un tono bajo.
-Aunque os dijera lo que necesitáis no seriáis capaz de lograrlo.
-Estáis acabando con mi escasa paciencia -gruñó amenazante-. Hablad presto antes de que retire la promesa que os hice.
-Debéis conseguir el fluido de una casta doncella previamente drogada con el carragahen, para que su sangre adquiera mayor liquidez y no espese rápido.
-¿Y dudáis de mi capacidad de encontrar a una virgen? -rió con sorna.
-Aún no poseéis el medallón -escupió Cromwell con malicia-, ni el último de los ingredientes que despertará a Carman de su largo letargo.
-La maldita joya caerá en mis manos más pronto que tarde -masculló sin deje de diversión acercándose tanto al asustado vetusto que sus alientos se mezclaron-, y ahora si queréis vivir me haréis partícipe de ese pequeño detalle que obviasteis antes.
-En cuanto la bruja comience a dar señales de vida -tartamudeó-, debe ser alimentada con la fuerza vital de la amada del Laird McRea.
-¡Maldito bastardo! -le empujó con tanta fuerza que cayó sobre sus arcaicas posaderas-, tratabais de engañarme ¿no es cierto?
-Os aseguro que no.
-Por eso vuestro afán de que cumpliera mi parte del trato, si Liana de Edimburgo moría jamás hubiese podido liberar a Carman de su encierro.
-Yo... no...
-Callad vuestra infame boca y salid de aquí antes de que me arrepienta.
Apoyando una de sus caducas palmas sobre el muro se incorporó y sin mediar una palabra comenzó a caminar hacia la ansiada libertad con pasos tambaleantes. Una sonrisa de alivio se dibujó en su cansado rostro cuando el leve aire procedente del exterior le rozó a través de los tablones al apoyar las manos en las puertas, mas esta se transfiguró en una mueca de terror al sentir como su cabello era agarrado y tiraban de él haciendo que su cabeza se estirara dolorosamente hacia atrás, quiso gritar cuando el frío acero rozó su garganta, pero no fue capaz de emitir sonido alguno, alzó las manos para sujetar las muñecas de su agresor, para detener a la muerte que se acercaba hacia él con la burla en sus labios.
—Os daré un tardío consejo, jamás os fiéis de la palabra de un traidor —oyó la siniestra voz un instante antes de que su laringe se abriera en dos.
Limpió la sangre en la túnica del druida que aún se convulsionaba presa de los últimos estertores mientras la vida se le escapaba a borbotones por la encarnizada herida. Apreció con una extraña complacencia como se iba aplacando hasta quedar inerte, dio un leve puntapié al finado para apartarlo de su camino.
Miró de soslayo una vez más a aquel estúpido que se creía por encima del bien y del mal cuando esa seguridad le había hecho descuidado, pagando con su exigua existencia tan desmedida arrogancia. Lanzó un escupitajo a los inmóviles pies y tras asegurarse que nadie deambulaba por los alrededores y envuelto por las sombras, se adentró en la espesura del bosque que cual fantasma lo engulló en su vientre.
Continuará...
FELIZ FIN DE SEMANA