A pesar de lo avanzado de la noche Aldair no podía conciliar el sueño, con los ojos clavados en el techo y sintiendo el suave cuerpo de Liana enroscado al suyo esperaba impaciente la llegada del amanecer, el despertar del nuevo día en el que aquella mujer que se abrazaba a él se convertiría por fin en su esposa. Bajó la vista hacia la maraña de cabello oscuro que descansaba sobre su pecho y sintió una gran pesadumbre al pensar lo cerca que había estado de perderla a manos del que ahora yacía para siempre bajo un abeto en el corazón del bosque, en una tumba que no se había señalizado con la finalidad que la naturaleza y el tiempo cubrieran la tierra con la maleza y quedara para siempre en el olvido.
Apretó los párpados, sí, olvidarían a Liam McInroy pero sus sangrientas y crueles acciones quedarían eternamente grabadas a fuego en sus corazones aunque no volvieran a hablar jamás de ellas. Nunca podría apartar de su mente el rostro asustado de Liana con las ropas desgarradas y a punto de ser mancillada, ni la vergüenza en la pálida tez de Niall cuando el bastardo recordó el trato hacia su mujer, ni el dolor atravesar a su padre cuando lo acusó falsamente de traición..., pero era la imagen de Bruce y Bethia McDonald —los padres de Katia— cuando les llevaron a su hija los que más huella le dejaron. Los desgarrados lamentos de esa madre al ver el cuerpo destrozado de su niña aún resonaban en su cerebro y la mirada del buen McDonald, un sencillo campesino que trabajaba de sol a sol para sacar adelante a su prole se le aparecía en sueños, acusadora.
Con las pertinentes explicaciones detalladas de los hechos, que el clan vecino escuchó solemne y una generosa compesación por parte del señor de los McInroy, que aunque no le devolverian a su retoño si les haría la vida más cómoda a la desolada familia, pareció ser suficiente evitando así una cruenta guerra sin sentido, una lucha que habría significado un inútil derramamiento de sangre buscando una venganza que los mantendría años y más años en encarnizadas batallas donde no habría vencedores ni vencidos, sólo perdedores y todo por la leyenda que se escondía atrapada en una gema, que despertó la locura y ambición de poder de un hombre.
Llevó la mano hacia el pecho y la dejó descansar abierta sobre el bombeante órgano, cubriendo el medallón que de forma inusual descansaba sobre su esternón. Esa noche, al subir a sus aposentos, algo lo había impulsado a sacarlo de su escondite y colgarlo alrededor de su cuello. Cerró el puño con fuerza hasta que las puntas doradas se le clavaron en la palma, de repente el devastador gesto desapareció y una extraña sonrisa curvó las comisuras de sus labios. Con sumo cuidado de no despertar a Liana, la separó de su lado y cuando se removió esperó hasta confirmar que continuaba durmiendo placidamente, salió del lecho, tomó el kilt que descansaba sobre la alta silla, lo enrolló a su cintura y tras sujetarlo con el cinturón echó una ultima ojeada a la espalda desnuda de su mujer, la arropó con cautela tomó su espada y dejó el cuarto.
Caminó sigiloso por los solitarios corredores tenuemente alumbrados por las distantes antorchas, se detuvo un minuto en el patio cuando la gélida brisa nocturna le golpeó el rostro. En el momento en que alzaba la vista al oscuro cielo admirando como la luna rielaba altiva sobre él, el sonido de pasos acercándose le obligó a pegarse a los muros, eran los centinelas que hacían la ronda, se mantuvo quieto hasta que se alejaron, lo último que quería era levantar suspicacias entre su gente. Sin apartarse de la pared para no ser visto, rodeó el recinto y abandonó la seguridad de la fortaleza. Apenas miró atrás una vez, levantó los ojos allá donde sabía que Liana dormía tranquila y continuó el avance hacia su destino.
Dejó atrás el pequeño grupo de árboles, el sendero y ascendió por la colina hasta la cima, se detuvo al llegar a la base de la cruz celta que la presidía. Durante unos minutos se dejó embelesar por la visión que a esas horas presentaban sus propiedades bajo el plateado hechizo de la radiante Cerridwen, la silueta oscura del castillo recortando el paisaje, las pequeñas casitas de su gente salpicadas por acá y por allá, el serpenteante cauce del río que apenas se distinguía, el inmenso bosque que se tragaba el horizonte..., amaba su tierra, a su pueblo y tenía la obligación de protegerlo de ratas como Liam y de maldiciones como las que encerraba la opulenta piedra que reposaba en su torso. Bajando la vista hacia el suelo se dejó caer de rodillas y con un anhelo desconocido comenzó a excavar.
Los minutos transcurrieron hasta que le fue imposible discernir el tiempo que llevaba hundiendo falanges y estoque en la helada tierra, tenía los dedos entumecidos y el frío viento otoñal le erizaba la piel y le hacia castañear los dientes, mas no desistiría en su afán por proteger lo que más amaba en este mundo. Con nuevos bríos continuó despejando el terreno hasta que un fétido olor le llenó las fosas nasales provocando que una arcada subiera por su garganta, se alejó un tanto del hueco y tomó una bocanada de aire para limpiar sus pulmones, tras cubrir con el plaid el rostro para protegerse del mal olor volvió a acercarse para terminar el trabajo.
Aunque el tartán cubría nariz y boca, el hedor se filtraba por el tejido llenándole las vías respiratorias, haciendo que luchase contra la tentación de abandonar la asquerosa tarea autoimpuesta y regresar al calor de su lecho, pero se obligó a si mismo a continuar. Debía llevar a cabo el desagradable cometido. Soltó un exabrupto cuando sus dedos toparon con una textura diferente, sintió el sabor de la bilis ascender por su laringe al bajar la vista y ver el cuerpo. A pesar de la oscuridad, el perlado brillo que le llegaba del cielo era más que suficiente para contemplar con toda claridad el cadáver o lo que quedaba de él. Fijó la vista en las cuencas oculares ahora vacías, en la piel acartonada y amoratada pegada al hueso, dio un pequeño respingo cuando percibió el sutil movimiento debajo del ropaje que cubría el exiguo pecho, como si los pulmones se insuflasen al percibir el ansiado oxígeno, pero con repulsión se dio cuenta del error, saboreó el sabor de su propio vómito cuando por entre los pliegues de la raída túnica y por los labios blanquecinos pequeños gusanos se retorcían inquietos, por Dios aquello era repugnante pero sin duda era el mejor lugar para ocultar la causa de tantas desgracias.
Tras limpiarse las palmas en el kilt, las llevó hacia su cuello y sacó la cadena por encima de su cabeza, durante unos segundos dejó oscilar la reliquia frente a él, el rubí refulgió de forma extraña, como si el mal que habitaba en él hubiese adivinado sus intenciones. Con decisión abrió su sporran, hurgó en él y sacó un trozo de tela con sus colores, depositó la pesada joya en él y la envolvió con cuidado, después se agachó y con delicadeza dejó que las cadavéricas manos ocultaran para siempre el pequeño atillo, una vez concluida la tarea, salió de la sepultura y con ayuda de manos y piernas volvió a cubrir al ahora protector druida.
Sentado junto al túmulo se despojó del plaid y respiró profundamente dejando que sus pulmones se expandieran, estudió una vez más la tierra removida y una punzada de culpa lo invadió por haber profanado el descanso eterno de Cromwell. <<Hicisteis bien, Aldair>> se alentó a sí mismo. Sin duda había hecho lo correcto, lo sentía en el centro mismo de su ser. La reliquia permanecería oculta y tal como mandaba la tradición, custodiada por un McRea. Nadie la buscaría allí. ¿Quién mejor que Cromwell para mantenerla a buen recaudo? Casi sonrió, pues durante toda su vida había litigado por cobijarla entre sus posesiones y ahora le pertenecería por toda la eternidad.
Se puso en pie y se cubrió para mitigar un poco el frío, se percató de la pestilencia que parecía envolverlo todo, con paso firme y sin mirar atrás se ciñó la espada y se dirigió al helado cauce, era hora de limpiar el olor a muerte de su piel.
Adormilada buscó a tientas la tibieza de su hombre entre las sábanas, le gustaba pegarse a él siempre, pero en noches como estas en las que el helor se colaba hasta los huesos era un placer sentir el calor de Aldair caldear su dermis, entreabrió los ojos lo justo para percatarse que estaba sola en el enorme lecho, masculló algo entre dientes y se arrebujó entre las pieles, al tiempo que paseaba la vista por la estancia. ¿Dónde se habría metido?, encogiéndose de hombros y cubriéndose la cabeza se dejó vencer nuevamente por el sueño.
Con el cuerpo limpio pero aterido regresó a su alcoba, tomó un paño y lo pasó por su goteante cabello, se detuvo en contemplar la figura que acurrucada entre la ropa dormía placidamente, era un seductor ángel, su ángel. Suspirando lanzó el trapo al suelo, se despojó del kilt y con cautela de no rozarla se coló en el lecho. Era una tentación alargar los brazos acunarla en ellos y sentir su calidez, pero llegó tan arrecido que sin duda la asustaría. Con un suspiro se dio la vuelta y cerró los ojos intentado dormir aunque sin duda no lo lograría. Se removió intranquilo cuando tras sus párpados aparecieron las imágenes de lo que acababa de hacer, mas la voz de su conciencia pareció acallar los demonios que lo acusaban de violar el descanso de un finado.
—Aldair —el tono meloso de su dama lo acabó de convencer que había hecho lo mejor que podía hacer—, ¿dónde estabas?
—Dormíos —masculló tapándose más con la piel.
—Te eché de menos —susurró acercándose a él hasta rozarlo—, Dios mío, estás congelado.
Una mano trémula y templada se deslizó por su columna, hasta su cadera y luego resbaló hacia su ombligo, ascendiendo en lentos círculos por su estómago hasta detenerse abierta sobre el oscilante torso. Unos labios ardientes depositaron un beso sobre su hombro y un cuerpo amoroso se pegó a él, suspiró extasiado antes de girarse para encontrarse con los ojos brillantes de pasión de su mujer.
Liana se había despertado varias veces durante la madrugada para encontrarse sola en el tálamo, así que cuando esta vez abrió cansinamente las pestañas y se encontró ante la ancha espalda de su guerrero no pudo menos que acercar las yemas hacia aquella maravillosa y musculosa parte de su anatomía, frunció el ceño al notarla helada mas las comisuras se fueron curvando al percatarse como se iba calentado bajo sus caricias, gimió cuando él se revolvió y se encontró con las verdes lagunas titilantes de amor, quiso zambullirse y ahogarse para siempre en ellas.
Acercándose más a él, buscando el refugió de sus brazos, comenzó a besar el mentón mientras las enormes manos iban tomando posesión de su cuerpo. Quería preguntarle donde había estado, por qué su cabello estaba mojado, pero todas las interrogantes se fueron perdiendo en la nebulosa del deseo que el placentero contacto iba despertando en ella. Soltó un ridículo gritito cuando él se volteó dejándola debajo y descansando el peso de su corpachón en los antebrazos la contempló embelesado.
—Sois tan hermosa que a veces creo que no sois real —musitó abriéndole las piernas con la rodilla—, que amanecerá y no os encontraré a mi lado.
—Aldair —gimió enroscando los dedos en el pelo.
—Mañana seréis mía ante la ley de Dios —terció agachando la cabeza—, mía para siempre.
—Ya soy tuya para siempre —afirmó doblando las extremidades para que encajara mejor entre ellas—, mañana sólo será…
Las palabras quedaron interrumpidas cuando él tomó avariciosamente los labios entreabiertos saciándose de ellos, al tiempo que con avidez deslizaba una de sus manos hacia abajo absorbiendo las adorables curvas e impregnándose de la entibiada y satinada piel. Jugueteó con el sedoso vello púbico y cuando Liana abrió aún más los muslos incitándole a continuar introdujo el corazón en el ansiado paraíso aspirando el gemido que ella dejó escapar. Rompió el beso fijando la mirada en las candentes pupilas.
—Os he echado de menos –musitó deslizando la falange dentro y fuera de ella.
—Oh... y yo a ti joder –respondió arqueándose ante la delirante fricción.
—Hermosa palabra, me gusta las connotaciones que implica.
—A mi me... me gusta cuando llevas a la práctica su significado.
—Mi señora –mordisqueó el lóbulo de la pequeña oreja—, existo para obedeceros—, confirmó alojando el índice en la sedosidad.
Había echado terriblemente de menos el delicioso tormento al que Aldair la estaba sometiendo, a veces la caballerosidad era una mierda y estos días en los que sólo se atrevía a abrazarla, por temor a hacerle daño, en las largas noches lo confirmaron, pero la tortura había llegado a su fin y ahora era otra la que burbujeaba por su ser acelerándole la respiración.
Cimbreó las caderas cuando los dedos bombearon con desquiciante lentitud haciendo que la humedad fluyese a través de su vagina empapándolos, estalló con un poderoso jadeo apenas uno de ellos acarició el clítoris en ondulantes círculos.
— Maldita sea…, si que te he echado de menos —balbuceó aferrándose a las sábanas.
Cuanto había ansiado volver a contemplar el rostro de su Liana transformado por el placer, como los oscuros orbes centelleaban a través de las largas pestañas hasta casi cegarle y los labios se entreabrían intentando capturar algo de aire a la vez que dejaban escapar unos enloquecedores sollozos. Sentir el pegajoso fluido bañándolo casi le descontrola y cuando el arrollador clímax surgió deleitándole los oídos tuvo que cerrar los ojos y apretar las mandíbulas hasta hacerlas crujir para no enterrarse en ella, se negaba a dejarse llevar por la ganas, iba a transportarla al cielo, controlaría el deseo que lo consumía hasta hacerla disfrutar de todas las maneras posibles, aunque para ello tuviera que descender al mismo infierno.
Continuó invadiéndola mientras con su lengua barría la humedad de la esbelta garganta y mordisqueaba la pulsante vena, descendió regando de besos la candente dermis, raspó con los dientes los sensibles pezones y sonrió cuando las pequeñas manos le acercaron más a ella. Chupó y lamió los dorados senos hasta endurecerlos y gimió cuando las lacerantes uñas le arañaron los hombros y se clavaron en sus omoplatos.
—Vuestro salvajismo me enloquece –su voz sonó áspera.
—¿Sólo eso? –inquirió curvándose hacia arriba rozándole el henchido pene—, mmm, veo que no—, susurró cuando notó el brinco que éste dio.
—Vuestra osadía es igual de atrayente—, sacó con renuencia las falanges de la ardiente cueva y se los introdujo en la boca paladeándolos con placer—, y vuestro sabor es exquisito, quiero más.
Se movió más abajo sin dejar un solo trozo la ondulante figura sin degustar, introdujo la punta de la lengua en el ombligo y cuando se retorció se descolgó hasta detenerse en su pubis. Aspiró pausadamente.
—No hay mejor perfume que el de vuestra pasión.
Incitada por sus palabras y por los estimulantes toques, Liana elevó la pelvis empotrando los talones en el colchón ofreciéndose, el sonido gutural de Aldair que aceptó raudo la invitación estuvo a punto de hacerla sucumbir nuevamente.
El lento vaivén de su lengua la embriagó y el anhelo se apoderó de ella, una callosa mano se aposentó sobre su cadera y la sujetó a la cama. Impotente y con la excitación punzándole como sutiles descargas, alzó la mano hacia su cabeza enredándose en el enmarañado cabello, sin dejar de saborearla Aldair elevó la vista buscando sus ojos, a través del tenue velo que cubría los suyos contempló como la satisfacción iluminaba las verdosas lagunas. Cuando el húmedo músculo se introdujo explorando el acuoso sexo acompañado de uno de los exigentes dedos, echó la cabeza hacia atrás dejando escapar un febril jadeo. Por un instante creyó que su espíritu la abandonaría. Ese hombre iba a acabar con ella, pero por sus muelas que resucitaría una y otra vez para volver a pasar por tan placentero martirio y que alguien o algo se atreviese a impedírselo.
—Oh, Dios... –bisbiseó tirándole del pelo al sentir como un lacerante lametazo bañó el sensible punto recreándose en él—, si...
Esa mujer era el más exquisito de los frutos y su jugo le estaba enajenando, mordió con suavidad la delicada piel y succionó con fuerza el palpitante clítoris aumentando el ritmo de la caricia percibiendo el ligero temblor que iba apoderándose de su hembra.
Cuando explotó en su boca, relamió la zona con codicia como si de un hambriento se tratara y esperó a que tenuemente las convulsiones desaparecieran, envuelto por el deleitoso aroma. Deseaba que Liana elevase los párpados y le mirase, al verse recompensado por los brunos iris acompañados de una saciada sonrisa, serpenteó sobre ella y devoró los sonrosados labios poseyéndolos como hacía un instante había hecho con su suculento centro.
Necesitaba más de ese guerrero que amaba con toda su alma, le quería dentro de ella, marcándola firmemente y prendiéndola fuego. Una de sus palmas abandonó el recio cuello y vagó en busca del órgano que podría colmarla. Gimió cuando el puño se cerró sobre él percibiendo el grosor, la dureza y la quemazón en el nervudo contorno. Con presteza colocó la llorosa cabeza en su entrada y se arqueó sinuosa al tiempo que agarraba con ambas manos las firmes nalgas empujándola hacia ella.
—Necesito sentirte dentro de mí, ahora.
Con un bajo gemido de placer la penetró profundamente de una poderosa embestida sintiendo como la suave seda interior lo envolvía. Le urgía sentirse completo en ese instante, con Liana aferrada a él, clavándole las uñas en la piel, retorciéndose jadeante bajo sus palmas, moviéndose contra su pelvis, dándole amor, limpiándole las heridas y colmándolo de paz. Sí, Liana era su fuerza, su vida y no permitiría que nada la pusiera en peligro nuevamente, aceleró el ritmo de sus acometidas cuando las paredes vaginales se contrajeron sobre su eje, convencido de que su acto había sido el correcto se dejó ir en aras del placer.
Continuará...